María de Nazaret, Madre de Dios

1 de enero de 2023
 

María, Madre de la liberación y de la paz

    «De modo que ya no eres esclavo, sino hijo». Así se expresa Pablo en la carta a los Gálatas: lo que, según la teología paulina, nos garantiza la posibilidad y el derecho a ser libres es que somos hijos de Dios, hermanos del Hijo de Dios. Por eso, porque él quiso ser hermano nuestro en María y porque ella siempre fue fiel al Dios de la liberación, podemos llamarla Madre de la Liberación.

 



El Señor se fije en ti

    En medio de una serie de instrucciones para los sacerdotes, el libro de los Números, que sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún reciente la experiencia de la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz». La paz es el resumen de todos los bienes que puede desear un hombre, el conjunto de todos los beneficios que puede el hombre recibir de Dios, la meta última de todo lo que Dios está haciendo por su pueblo: un hombre en paz consigo mismo y con sus semejantes; un pueblo en el que reina la paz entre sus miembros y que vive en paz con sus vecinos. Un hombre y un pueblo en paz, en amistad con Dios.
    Para el autor del libro de los Números, alcanzar la paz supone haber sido objeto de la mirada de Dios; pero para que Dios pueda fijarse en alguien, ese tal -persona o pueblo- debe dejarse ver, debe situarse dentro del campo de visión del Señor, campo delimitado por la justicia, la libertad, la solidaridad, la compasión y el amor.
    El pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso, que empezó con la salida de Egipto y la liberación de la esclavitud, para llegar a la tierra que Dios le va a entregar y, allí, organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y establecer unas relaciones de amistad con sus vecinos. La paz es, por tanto, la meta; pero en nombre de la paz no se puede eludir el proceso: para llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino. El fin último no es la liberación, sino la paz, pero la paz es incompatible con la opresión y la injusticia.

 

Cuando se cumplió el plazo

    Esta bendición tiene al menos dos mil cuatrocientos años de antigüedad y sigue siendo una aspiración presente en el corazón de todos los hombres de buena voluntad, una aspiración tristemente frustrada en tantas y tantas ocasiones. Su fracaso empezó a configurarse cuando lo que Dios había querido que fuera una garantía de libertad y justicia se convirtió en instrumento de opresión y de esclavitud: la Ley. Los mandamientos de Dios habían sido dados para que sirvieran al hombre (Lc 6,5; véase Mc 2,27); pero los funcionarios de la religión, traicionando su función y su fe, habían puesto al hombre al servicio de las normas; de ahí el rechazo de Jesús a la ley como medio de relación entre Dios y los hombres. Pablo explica que, para los que quieran ser hijos de Dios, ya no hay leyes, sino sólo su Espíritu, que es aliento de vida y amor: «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior al Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!»
    En la organización patriarcal de la familia, vigente en la Palestina de los tiempos de Jesús, convivían en la misma casa, en la casa del padre, tanto los hijos como los siervos. Todos estaban sometidos a la autoridad del padre, pero mientras unos, los hijos, eran considerados hombres libres desde su mayoría de edad, otros, los siervos, tenían un grado de libertad prácticamente inexistente. Con estos últimos, con los siervos, compara Pablo los hombres sometidos a la Ley -se refiere a la Ley de Moisés-, y con los hijos adultos, a los que ya no están sometidos a ella; el paso de una situación a otra coincide con el don del Espíritu, con el ser recibidos como hijos en la casa del Padre Dios: el Espíritu, recibido gratuitamente y aceptado libremente, convierte al hombre en hijo de Dios, llevando así a término la tarea de Jesús: «rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos».

 

Mujer

    Para realizar esta misión, dice Pablo, «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción». Pablo quiere subrayar que esta tarea quiso realizarla el Padre desde abajo, haciéndose presente, en un hombre, en el mundo de los hombres (mujeres y varones). Jesús no fue un dios disfrazado de hombre, su humanidad no era una simple máscara: la suya era carne verdaderamente humana, nacida de una mujer, de una mujer pobre y sencilla en la que se fijó de manera especial la mirada de Dios (Lc 1,48), centrando en ella el cumplimiento de todas las promesas del Señor a su pueblo.
    Es posible que, acostumbrados a ver a María disfrazada de reina barroca, nos cueste trabajo imaginarla como mujer y como madre; una mujer joven, muy joven -una adolescente de pocos años cuando nació Jesús-, insegura, como cualquier otra primeriza, en los días anteriores y durante el parto mismo, inexperta al poner sus primeros pañales al niño recién nacido, con la mirada dulce y tierna al contemplarlo por primera vez, temblorosa, quizá, al tomarlo en sus brazos... Una mujer de pueblo, sorprendida por todo lo que estaba pasando, sin entender demasiado bien cómo el que había sido anunciado como el Mesías de Dios, el liberador de Israel, el que daría cumplimiento definitivo a las promesas del Señor, venía al mundo de aquella manera, entre aquella gente... Una mujer que, sin embargo, porque mantenía su confianza en Dios, era capaz de escuchar y creer, capaz de creer y de ser fiel a aquello en lo que creía. Por eso su sorpresa se transforma en escucha atenta del mensaje que le ofrecen los hechos que está viviendo, hechos que quedan en su memoria para el recuerdo y que provocan la contemplación y la meditación: «María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto meditándolo en su interior.»
    Ella fue una mujer que, como todos los seres humanos, tuvo que someterse a un proceso, a veces difícil, con momentos de especial dureza para ir alcanzando con la plenitud de la fe su propia liberación, para ir incorporando a su papel de madre su vocación de hermana. Seguro que le resultó difícil tener que dar a luz en un establo y acostar a su hijo en un pesebre; sin duda que se sintió sorprendida al ver a los pastores que llegaban buscando a su hijo recién nacido...

 

Madre de Dios

    La afirmación de que María es Madre de Dios no es sólo un problema para que los teólogos demuestren su talento resolviendo cuestiones difíciles (cómo Dios puede ser hijo de una mujer, cómo una mujer puede ser Madre de Dios); esa afirmación tiene un significado muy importante para nosotros: si María es Madre de Dios es porque Dios ha querido tener carne y cara de hombre. Y, desde ese momento, porque así lo ha querido él, sólo los rostros humanos llevan a conocer el rostro de Dios.
    Este es el que llamamos «misterio de la encarnación», el hecho que estamos celebrando estos días: que Dios se ha querido manifestar en la carne de un hombre. Si hasta este momento alguien pensaba que existía alguna competencia entre Dios y los seres humanos, si algún grupo de personas o alguna religión habían visto a Dios como enemigo del hombre, a partir de este hecho esa pretendida enemistad, esa competencia, se muestra vacía de sentido: los intereses de Dios ni son incompatibles ni entran en competencia con los de la humanidad, puesto que lo que Dios quiere es el bien de las personas. Y, además, si alguien quiere acercarse a Dios no podrá alejarse de los asuntos humanos; al contrario: es en el Hombre en donde Dios primero se manifiesta: el ser humano es el camino más corto para llegar a Dios.

 

Mujer, no diosa

    Todo esto quedaría vacío de contenido si dejamos de ver a María como una mujer para considerarla una especie de diosa; en tal caso, el misterio de la encarnación no tendría ningún sentido. Jesús seguiría siendo el Hijo de Dios, pero no sería «el Humano». No sería para nosotros el guía de nuestra propia raza que nos va indicando el camino, el hermano que nos enseña a vivir como hermanos. Una vez más, las cosas se habrían arreglado desde arriba y Dios seguiría lejano e inaccesible para la humanidad.    Esta no es una falsa preocupación. Durante mucho tiempo se ha considerado a Dios como un ser terrible, implacable en la aplicación de la justicia, amenazando siempre con un duro castigo... Y se ha sentido la necesidad de colocar entre un Dios tan temible y los hombres una figura amable y tierna que, revestida también de un gran poder, amortiguase la violencia del encuentro entre el hombre irremediablemente pecador y un Dios absolutamente inflexible: éste es el papel que se le puede haber adjudicado a María en muchas ocasiones. Pero si ha sido así -y algunas manifestaciones de la religiosidad llamada popular y algunos títulos como «Reina» o «Mediadora» mal entendidos podrían interpretarse en ese sentido-, se estaría ocultando algo verdaderamente importante: que precisamente por ser mujer, y no diosa, proporciona a Dios el rostro humano a través del cual el mismo Dios quiere ser conocido.

 

María de la liberación

    Si somos hijos, somos también hermanos de todos los hijos de Dios. Llamar a María “madre” supone llamar a Jesús hermano y, en él, a todos los que hayan aceptado la propuesta de hacerse y llegar a ser hijos de Dios, personas libres, solidarias, comprometidas en la construcción de un mundo fraterno y sororal.  Y si María es madre de un Dios que así se manifiesta, es que Dios no es terrible y amenazador, sino tierno  y cariñoso, garante de nuestra autonomía y de nuestra libertad.
    Por supuesto que nuestro agradecimiento por todo esto debe dirigirse en primer lugar al Padre, Dios; pero también debemos agradecérselo a María: la aceptación de la tarea que Dios le propuso abrió para todos el camino del encuentro con un Dios que quiere ser Padre de todos los que acepten ser hijas e hijos suyos.
    Por eso, y dado que ser hijos equivale a ser libres, con toda justicia podemos llamar a María, María de la liberación...

 

... y de la paz

    No es mucho lo que se puede decir en este momento sobre la paz; no son palabras lo que se necesita. Pero no es posible dejar pasar este día, dedicado a reflexionar sobre la paz, sin denunciar con toda energía las injustas guerras -que son muchas, aunque se nos hable sólo de una de ellas- que están destruyendo nuestro mundo.
    Las razones de la guerra están claras para quien quiera mirar sin anteojeras nuestra historia y, especialmente nuestra época: la guerra es el negocio más rentable a corto plazo. Para los que fabrican armas y para los que dirigen las guerras, para los que destruyen países y para los que después se apoderan de sus recursos naturales con el pretexto de reconstruir la democracia (?) y restablecer la paz (?). Por eso no es ningún disparate decir que seguirá habiendo guerras mientras éstas sea rentables y mientras nuestro mundo se organice según criterios de rentabilidad. Por eso es importante que tomemos conciencia de lo que sucede en nuestro mundo, de quiénes son los que verdaderamente tienen en sus manos el poder y de qué manera y en beneficio de quién lo usan. Y es importante que nos demos cuenta de que la fabricación y el comercio de armamentos es doblemente homicida pues, además de servir para matar directamente, lo hacen de manera indirecta, puesto que se dedican a ello ingentes recursos que harían falta para luchar contra la pobreza y para restablecer la justicia, construyendo así una verdadera paz.
    La paz que llega con Jesús, según el anuncio de los pastores, no puede quedarse en una bella frase escrita en una tarjeta con la que felicitamos a los amigos una vez al año. Esa paz debe ser el resultado de un mundo justo y fraterno.

 

Paz para las mujeres

    El ideal bíblico de la paz mira al mundo, al universo entero. Pero debe empezar por el interior de cada uno y seguir por la propia casa.
    No es posible saber si la violencia como recurso para resolver las desavenencias domésticas o afectivas ha aumentado en nuestro tiempo o lo que sucede es que ahora se conoce lo que antes quedaba en secreto, encerrado entre los muros de las casas.
    Es cierto que nuestro mundo es una escuela que nos engaña al enseñarnos, con múltiples lecciones diarias, que la violencia es un recurso eficaz para resolver los conflictos; es cierto que los maestros que imparten estas lecciones son los que ocupan los puestos más altos en la jerarquía del poder mundial; y es muy posible que sean esas lecciones las que acaban pudriendo el corazón de los varones que acaban matando a quienes seguramente nunca quisieron porque confundieron con cualquier otra cosa -egoísmo, deseo de dominio, apego a la propiedad privada...- el amor. Es cierto que en nuestro mundo la violencia no afecta sólo a las mujeres; pero no es menos cierto que hay un tipo de violencia que les afecta por el simple hecho de ser mujeres.
    No puede construirse la paz si no hunde los cimientos en la justicia; no puede construirse la paz, si no desterramos todo tipo de opresión, de sometimiento, de dominio, si no se alcanza la emancipación de todos los seres humanos. Y parece que todavía nos resulta difícil tomar conciencia de que las mujeres desde siempre han vivido en un estado de sometimiento que, sin duda desde el punto de vista de los derechos humanos, pero aún más desde la perspectiva que fija la Buena Noticia de Jesús, es injustificable: «pues por la adhesión al Mesías Jesús sois todos hijos de Dios; porque todos, al bautizaros vinculándoos al Mesías, os revestisteis del Mesías. Ya no hay más judío ni griego; esclavo ni libre, varón o mujer, pues vosotros sois todos uno, mediante el Mesías Jesús.» (Gál 3,27-28).

    Dejemos hoy que María nos inspire a tratar a todas las personas como seres humanos, iguales en derechos, iguales en dignidad y de esta manera nos ayude a ser fieles en nuestro compromiso con la justicia, la libertad  y la paz.

 

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