Corpus Christi
Ciclo C

19 de junio de 2022
 

Amor fraterno, amor revolucionario

    Hoy es el día del amor fraterno. Amar significa trabajar para que aquellos a los que amamos sean felices y, según el evangelio, nadie debe quedar excluido de nuestro amor. Y ese amor no puede quedar reducido a un sentimentalismo inoperante,  a un sentimiento más o menos romántico. Ese amor tampoco puede limitarse a responder a la petición que se nos hará hoy para que colaboremos con las instituciones y organizaciones que atienden a los más desfavorecidos. No se trata de tranquilizar conciencias con limosnas. Dice Pedro Casaldáliga: "Tengo fe de guerrillero y amor de revolución..." El amor cristiano es un amor -también económicamente- revolucionario.

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Génesis 14,18-20 Salmo 109,1-4 1ª Corintios 11,23-26 Lucas 9,11-17



¿Un lenguaje trasnochado?

    Hablar de revolución en la próspera Europa del siglo XXI suena a rancio. Las revoluciones se han desmoronado todas (o han sido arrasadas a sangre y fuego, como lo fue la sandinista) en las dos últimas décadas del siglo XX. El capitalismo -nos dicen- se ha mostrado como el menos malo de todos los sistemas conocidos (eso se había dicho de la democracia, pero nuestros progres quieren hacer méritos y demostrar que son más demócratas que nadie); sin embargo, como demuestran los millones de vidas que cada año se cobra el hambre, el capitalismo es incapaz de resolver el problema de la pobreza de centenares, de miles de millones de seres humanos porque está basado sobre la idolatría del dinero, un dios que premia especialmente a los que le ofrecen como sacrificio la vida de los pobres. Pero éste, nos dicen, es un lenguaje trasnochado; de hecho -o mejor, de palabra-, nadie defiende el capitalismo, sino la democracia, la libertad..., aunque la única libertad que realmente interesa es la del capital, que permite a los amos del dinero disponer de él a su capricho.
    Las crisis que periódicamente sufren los sistemas económicos neoliberales y, sobre todo, las medidas que se adoptan para superarlas revelan la verdad de lo que decimos: lo que se pretende salvar por todos los medios es el patrimonio de quienes han provocado el desastre y los que acaban pagando las crisis son los que no tienen ninguna culpa: los trabajadores, los pensionistas, los enfermos, los niños, los dependientes... es decir, los pobres, las víctima de la injusticia del sistema, empobrecidos todavía más como consecuencia de lo que llaman crisis pero que siempre acaba siendo una estafa.
    Pero hablar de todo esto es, sin duda, anticuado y entre la buena gente que asiste trajeada a la misa del domingo, resulta de muy mal gusto.

 

Las desigualdades matan

    Los datos, sin embargo, son tozudos, dolorosamente tozudos.    En un
informe de la O.N.G Oxfam international publicado en enero de 2016 se señala que los recursos de nuestro mundo están distribuidos de modo totalmente desequilibrado de modo que «el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99% restante de las personas del planeta». He aquí algunos datos de este informe:
        • En 2015, sólo 62 personas poseían la misma riqueza que 3.600 millones (la mitad más pobre de la humanidad). No hace mucho, en 2010, eran 388 personas.
        • La riqueza en manos de las 62 personas más ricas del mundo se ha incrementado en un 45% en apenas cinco años, algo más de medio billón de dólares (542.000 millones) desde 2010, hasta alcanzar 1,76 billones de dólares
        • Mientras tanto, la riqueza en manos de la mitad más pobre de la población se redujo en más de un billón de dólares en el mismo periodo, un desplome del 38%.           
        • Desde el inicio del presente siglo, la mitad más pobre de la población mundial sólo ha recibido el 1% del incremento total de la riqueza mundial, mientras que el 50% de esa “nueva riqueza” ha ido a parar a los bolsillos del 1% más rico.
        • Los ingresos medios anuales del 10% más pobre de la población mundial, en quienes se concentran pobreza, hambre y exclusión, han aumentado menos de tres dólares al año en casi un cuarto de siglo. Sus ingresos diarios han aumentado menos de un centavo al año.

    Estos datos han quedado, por desgracia, desactualizados. En el último informe de esta organización con el significativo título
“Las desigualdades matan” se nos informa de que la situación se ha agravado considerablemente: «Desde el inicio de la pandemia, ha surgido un nuevo milmillonario en el mundo cada 26 horas. Los diez hombres más ricos del mundo han duplicado sus fortunas mientras que, según se estima, más de 160 millones de personas han caído en la pobreza». Ese mismo informe aporta este escalofriante dato: «Las desigualdades contribuyen a la muerte de al menos 21 300 personas cada día. Lo que equivale a una persona cada 4 segundos».

 

El triunfo del consumismo

    El Instituto Worldwatch, de los Estados Unidos de Norteamérica, ya en 2004 indicaba que el apetito consumidor que hay en el mundo mantiene un ritmo insostenible. Yen el informe de este mismo centro de investigación, referido al año 2012, se afirmaba que la humanidad estaba usando la capacidad ecológica de una Tierra y media.
    Y esa sobre-explotación de los recursos del planeta coexiste con el hambre y la miseria de cientos de millones de seres humanos a los que se les puede garantizar una vida digna (y a muchos miles de millones más) si distribuimos los recursos de manera justa y sin necesidad de esquilmar los recursos del planeta.
    Los hechos son tozudos y muestran que sigue siendo de plena actualidad hablar de la necesidad de cambiar este mundo, de la necesidad de que se haga justicia a los millones de seres humanos que viven en situación de absoluta miseria mientras que otros, y precisamente por eso, despilfarran los recursos del planeta poniendo en peligro incluso el futuro de la humanidad.    Esta situación ni es racional, ni se puede aceptar desde la perspectiva de la Buena Noticia de Jesús de Nazaret.
    ¿Dónde podemos encontrar la solución? Porque, parece evidente, que dar por bueno el privilegio  de poco más de la cuarta parte de la humanidad no es solución.
    Las soluciones técnicas o políticas, siendo necesario buscarlas y ponerlas en práctica, no son  el objeto de este comentario; pero el evangelio de hoy nos indica la dirección en la que deben ir nuestra búsqueda teórica y nuestra práctica.

 

Despide a la multitud

    Al volver de la primera misión importante de los Doce -Jesús los había enviado para que anunciaran la Buena Noticia, la presencia del reinado de Dios- Jesús quiere retirarse con ellos para revisar cómo han llevado a cabo la misión y para ver el grado de maduración al que han llegado en su comprensión del reinado de Dios. Pero las multitudes, el pueblo, habían empezado a descubrir en el mensaje de Jesús la posibilidad de la liberación tanto tiempo esperada y se van tras él. Jesús aprovechará la circunstancia para enseñar, tanto a sus discípulos como a las multitudes, que la justicia y la libertad se logran siempre que -y sólo si- nos comprometemos a conquistarla.
    Los Doce se dieron cuenta de que había un importante problema que resolver: aquellas personas tenían hambre. Pero no encontraron otra solución más que dejar que cada cual lo resolviera por su cuenta; y no allí, en despoblado, sino en la civilización, en donde había actividad económica y comercial y se podían comprar la vida, el alimento y el descanso: «Despide a la multitud, que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque esto es un descampado». Así, cuando Jesús les dice «Dadles vosotros de comer», no se les ocurre otra cosa que acudir al mercado -«¡Si no tenemos más que cinco panes y dos peces! A menos que vayamos nosotros a comprar de comer para todo este pueblo»-, aceptando los mecanismos de una sociedad que divide a los hombres en pobres y ricos y que, según el programa de Jesús, debe ser superada (Lc 6,20-26).

 

Aprendamos la lección

    Lo que hace Jesús no es un milagro en el sentido en el que hoy se entiende esta palabra: es una lección para que nosotros aprendamos a hacer el milagro y resolvamos ese problema que la humanidad tiene pendiente desde que tenemos noticia: el hambre; la desigualdad, la injusta distribución de lo que es necesario para la vida.
    Este es el contenido de esa lección contenida en este pasaje del reparto de panes y peces:  Si consideramos que los bienes que da la tierra, en especial los que son necesarios para vivir con dignidad, no nos pertenecen, sino que son don de Dios para toda la humanidad, si obramos en consecuencia y compartimos lo que tenemos, si organizamos nuestras relaciones económicas de acuerdo con esta convicción, si superamos así la injusticia que estructura nuestra sociedad, nadie pasará hambre, habrá pan para todos y sobrará; y hasta el mismo Dios está comprometido y garantiza la eficacia de esta actitud y de este proyecto. Este y no otro es el contenido de la lección.

 

Esto es mi cuerpo

    Naturalmente que con esto no basta: el evangelio no es un tratado de economía (pero sí que denuncia los efectos perversos de cualquier sistema económico: todo lo que hace daño al hombre, la injusticia, la explotación del hombre por el hombre, la desigualdad, la destrucción del medio ambiente); el evangelio es un tratado acerca del amor: no basta con dar lo que tenemos, tenemos que entregarnos por entero. Por eso el reparto de los panes adquiere su pleno significado en el reparto del pan eucarístico: «el Señor Jesús, la noche en que iban a entregarlo, cogió un pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced lo mismo en memoria mía”...» (primera lectura).
    La celebración eucarística adquiere su pleno sentido cuando nos impulsa a un compromiso firme con la lucha por un mundo más justo, más equitativo, más hermanado; el cristiano, celebrando la eucaristía, se muestra solidario con las causas de la muerte de Jesús y, como él, se compromete a darse por entero para construir un mundo nuevo, para hacer posible un mundo de hermanos, hijos de un Padre común; y todo eso por amor, en unión con Jesús y según la medida de su amor.
    Y por eso, celebrar la Eucaristía sin estar comprometidos en la construcción de un mundo más justo y solidario es una traición. Y una blasfemia si se trata de hacer compatible esa celebración con el culto al dios dinero.