Domingo 6º de Pascua
Ciclo C

22 de mayo de 2022
 

Templo no vi ninguno

    Tampoco esto se lo habría podido imaginar el ser humano y, más de dos mil años después de que se completara el Nuevo Testamento, aún nos cuesta trabajo entenderlo y aceptarlo: una religión sin necesidad de templos, una relación con Dios sin necesidad de intermediarios, o quizá sí, con un único intermediario: el prójimo. Y el amor.

 



Un mandamiento nuevo


    El que el evangelio recordaba el domingo pasado. El único mandamiento que tiene vigencia para el cristiano. Los demás, o están incluidos en éste, o ya no sirven. Un mandamiento de Dios que se refiere al hombre de tal modo que el amor a Dios se identifica con el amor al ser humano: «Uno que me ama cumplirá mi mensaje.» Dios, según el mensaje de Jesús, no quiere adueñarse -ser dueño- del hombre, sino que el éste acepte libremente su amor y, como si fuera fuego, lo propague comunicándolo a otras personas. Él es un Padre que quiere que vivamos como hijos suyos, y como cualquier padre, desea que sus hijos se parezcan lo más posible a Él. Y él es amor (1Jn 4,8). Por eso amar a Dios consiste en amar al prójimo con el mismo amor con que Dios nos ama, identificarse con su amor. Porque hay otra manera de amar -buscar el bien para la persona o personas que son objeto del amor- que difícilmente se puede practicar con Dios: ¿no resulta demasiado presuntuoso pensar que Dios puede necesitar algún bien de nosotros?
    La respuesta a esta pregunta ya la dieron los profetas siglos antes de Jesús, dejando claro que Dios no necesitaba tanta ceremonia y tanto rito y que echaba de menos la práctica de la justicia y la solidaridad con los más débiles (véanse, por ejemplo, Is 1,10-18; 58,1-12; 66,1-3; Jr 7,1-11; Am 5,4-6.14-15.18-25; Miq 6,6-9; Zac 7,1-10; Sal 50; Edo 34,18-22; 35,14-21). Ahora Jesús, con toda radicalidad, expresa esta exigencia con el mandamiento nuevo que explica lo que había dicho en otra ocasión: que el Padre quiere que se le rinda culto practicando el amor y la lealtad (Jn 4,23-24).

 

La ciudad de Dios

    Este nuevo culto supone una verdadera revolución en la manera de entender las relaciones del hombre con Dios: «Uno que me ama cumplirá mi mensaje y mi Padre le mostrará su amor: vendremos a él y nos quedaremos a vivir con él.» En la antigua religión el hombre tenía que salir del mundo profano y entrar en recintos sagrados para encontrarse con Dios. Dios no estaba más que en algunos lugares consagrados a él. A partir de ahora todo será distinto. Ya no es necesario que haya templos, porque Dios ha elegido para vivir una residencia nueva: el ser humano, la persona que elige el amor como forma de vida, el grupo en el que se ha establecido el amor como única norma de convivencia. Es la ciudad nueva que describe el libro del Apocalipsis: «Templo no vi ninguno, su templo es el Señor Dios, soberano de todo, y el Cordero» (primera lectura).
    Dios ya no habita en casas construidas por manos humanas. Dios está presente en aquellos que han aceptado el mensaje y el mandamiento de Jesús y lo ponen en práctica: «Vendremos a él y nos quedaremos a vivir con él.»

 

Un Espíritu nuevo

    La empresa no es fácil. Serán muchas las dificultades que se presenten. La práctica del amor en un mundo egoísta suscitará oposición y acarreará conflictos, provocará peligros que, como le sucedió a Jesús, podrán llegar a ser mortales. Y será necesaria una fuerza más grande que la que cualquier humano posee.
    Esa fuerza es el Espíritu que Jesús promete, el Espíritu del Padre que él posee en plenitud y que ahora anuncia a sus discípulos que será su valedor en todo momento y, especialmente, cuando los ataques arrecien o las fuerzas disminuyan. Su papel será recordar, desde dentro del hombre mismo, el mensaje de Jesús, que es el mensaje del Padre; recordar el mandamiento nuevo, el proyecto de convertir este mundo en un mundo de hermanos, y proporcionar la fuerza necesaria para actuar en consecuencia: «Os dejo dichas estas cosas mientras estoy con vosotros. Ese valedor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre por mi medio, él os lo irá enseñando todo, recordándoos todo lo que yo os he expuesto.»

 

Una paz definitiva

    Jesús se despide deseando a los suyos la paz: «Paz es mi despedida: paz os deseo, la mía, pero no me despido como se despide todo el mundo.» Su paz. No la paz del mundo. No la paz de los cementerios, ni el silencio de los muertos. Eso no es paz. Paz es el conjunto de todos los bienes a los que, en el ámbito de la justicia (Is 60,17; Sal 72,3.7; 85,11), puede aspirar el hombre; paz es la satisfacción de todas las necesidades verdaderamente humanas. Paz es la felicidad que se logra mediante la experiencia del amor compartido; paz es el resultado de convertir este mundo en un mundo de hermanos.
    La paz estaba siempre incluida en las promesas y en la esperanza que se referían a los tiempos en los que Dios establecería definitivamente su reinado por medio del Mesías (Os 2,20; Is 2,4; 9,5; 11,6-9; Miq 5,1-3), y el Mesías Jesús desea ahora a los suyos que sean capaces de construir una ciudad en la que habite la paz.

    La paz de Jesús es la que nace de la justicia y se alcanza plenamente por medio del amor hasta lograr que la humanidad sea una comunidad, una familia de hermanas y hermanos. Y así, cuando no haya leyes que otorguen privilegios a unos pocos contra el derecho de muchos, cuando no haya fronteras que sólo el dinero puede traspasar, cuando no haya banderas ni sacerdotes que las bendigan, cuando en las personas mande sólo su corazón dispuesto a amar..., en una palabra, a medida que vayamos aceptando a Dios como  Padre y decidamos vivir como hermanos...,  Dios se irá viniendo a vivir con nosotros y el ser humano irá alcanzando su plenitud; entonces llegará la paz.  Una paz completa, pues se incorpora a ella el mismo Dios, no ya como Señor y Dueño de los hombres, sino como Padre de los que luchan por implantar su reinado y convertir la humanidad en una sociedad fraterna y sororal.
     No cabe mayor paz.

 

Y el Cielo empezará en la Tierra

    Esa es la ciudad nueva de la que habla el Apocalipsis y que debemos estar construyendo los cristianos. La ciudad en la que no hará falta edificar templos de fría piedra, porque Dios ya ha escogido otra habitación más cálida: el corazón humano acostumbrado a amar.
    Por eso en ese mundo nuevo representado en la Nueva Jerusalén no hay templo. Porque «el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, ese que es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por mano de hombre, ni le sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y el aliento y todo.» (Hch 17,24-25). Porque Dios se hace presente allí donde sus hijos luchan por la justicia, se relacionan como hermanos y anuncian con su vida que el cielo ya se ha instalado en la tierra, que el Padre se ha venido a vivir con sus hijos.
    Llevamos mucho tiempo confundidos. Los primeros cristianos se reunían es sus casas para celebrar la eucaristía, para encontrarse como comunidad y celebrar la compartida paternidad de Dios. Cuando el número de creyentes fue creciendo hizo falta construir salas de reunión más grandes y acabamos cometiendo el error de considerar que esas salas de reuniones eran, por sí mismas, la casa de Dios. Y hemos centrado -y a veces reducido- nuestra relación con el Padre a los que celebramos dentro de lo que hemos llamado templos cuando allí dentro estará el Padre y estará Jesús en la medida en que los que allí nos reunamos estemos -dentro y fuera- intentando construir ese cielo nuevo en una nueva tierra donde reine la justicia y sobre ella el amor y la paz:
«A la divinidad nadie la ha visto nunca; si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros y su amor queda realizado en nosotros.» (1Jn 4,12).

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