Domingo 4º de Pascua
Ciclo C

8 de mayo de 2022
 

Lo que de verdad importa

    Lo que más importa a Dios es lo que Él ha puesto en las manos de Jesús, su rebaño, su comunidad, sus seguidores, la nueva humanidad que nace de su actividad liberadora. Lo único que importa para entrar a formar parte de esa comunidad no es la raza, la religión o la nación, ni siquiera es necesario contar con la ayuda de mediadores especializados; basta con reconocer la presencia de Dios en la actividad liberadora de Jesús, con creer que lo que hace Jesús es obra de Dios.  Lo que ya no importa es el dónde, el cómo o el cuándo, sino el amor y la fidelidad a pesar de la segura persecución.




Judíos y gentiles


    Pablo y Bernabé fueron a anunciar el evangelio a Antioquía de Pisidia, ciudad situada en lo que hoy es Turquía, de población mayoritariamente pagana, aunque con una importante colonia de judíos. El sábado van a la sinagoga, seguros de que allí encontrarían reunidos a los judíos de la ciudad, y les anuncian la buena noticia de Jesús, a quien presentan como el fruto más excelente de Israel, culminación de la historia de las relaciones de Dios con aquel pueblo.
    En su discurso Pablo empezó recordando la liberación de la esclavitud de Egipto y a pesar de que no escondió el conflicto que enfrentó a Jesús con los habitantes de Jerusalén y sus jefes sino que, por el contrario, habló con toda claridad de la muerte y resurrección de Jesús, la reacción de los presentes fue tan favorable que, al terminar, le pidieron que volviera el sábado siguiente para seguir escuchándolo.
    No dice el libro de los Hechos de qué manera, pero el hecho es que la presencia y seguramente el mensaje -la buena noticia- que proclamaron aquellos dos forasteros se conocieron rápidamente en todos los ambientes de aquella ciudad. De este modo, «el sábado siguiente se reunió casi toda la ciudad para escuchar el mensaje del Señor»: no sólo los judíos, sino casi todos los habitantes de aquella ciudad pagana.

 

Hasta los confines de la tierra

    Esto no gustó a los judíos, contaminados por un nacionalismo exclusivista que a menudo se mostraba como intolerante racismo, a pesar de ser ellos extranjeros en aquella tierra. Y «se llenaron de envidia y se oponían con insultos a las palabras de Pablo».
    Aunque el Antiguo Testamento repite una y otra vez que el Dios de Israel es el único Dios de toda la tierra (véase a título de ejemplo el salmo 81/82 en el que se presenta a Dios como juez de los ángeles/dioses particulares de todos los pueblos y que termina con esta invocación: «Levántate, oh Dios, y juzga la tierra, porque tú eres el dueño de todos los pueblos»), a pesar de esta dimensión universalista que ya tenía la fe bíblica, quisieron encerrarlo y limitarlo por las mismas fronteras que separaban al pueblo de Israel de los demás pueblos, haciendo de El Señor el Dios de un sólo pueblo. Pero esto, si alguna vez pudo tener alguna justificación en la elección de Israel, terminó definitivamente con Jesús: él, el Hombre, se dirige a todo hombre -mujer y varón-  por encima de fronteras y de manifestaciones religiosas particulares. Su proyecto tiene vocación de universalidad; y su Dios, a quien él nos enseñó a llamar Padre, no puede quedar limitado por el orgullo de ninguna nación.
    Pablo, al ver el rechazo de sus compatriotas y refiriéndose al mensaje de Jesús, les dijo que la vida de ese Padre-Dios que ellos estaban rehusando se ofrecería en adelante a los hombres de cualquier raza o religión. Y para que no entendieran la universalidad de esta oferta como un desprecio hacia ellos sino una exigencia de su propia fe a la que no estaban siendo fieles, lo hizo con palabras de Isaías, con las que el profeta afirma que la misión de Israel es de carácter universal: «Te he destinado para que seas luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).

 

Muchedumbres de toda raza

    Con estas palabras, el libro de Isaías explica cuál ha de ser la misión del siervo del Señor (expresión que se refiere al pueblo, como colectividad o a un miembro del mismo elegido por Dios para liderar la puesta en práctica de su misión salvadora y que, como vemos, los libros del Nuevo Testamento aplican a Jesús). Y en esta misma línea, el libro del Apocalipsis refiere la continuación de estas palabras de Isaías (49,10) a Jesús de Nazaret, a quien llama el Cordero, en alusión al cordero pascual, cuya sangre derramada fue signo y causa de liberación para «una muchedumbre innumerable de toda nación y raza, pueblo y lengua». Con ello nos está indicando que la tarea  que correspondía según Isaías al siervo del Señor queda plenamente cumplida con la misión de Jesús: «no pasarán más hambre, ni más sed, ni el sol ni el bochorno pesarán sobre ellos pues el Cordero que está ante el trono será su pastor y los conducirá a fuentes de agua viva».

 

El miedo de los pastores

    La imagen del pastor no es una imagen idílica y poética, sino políticamente comprometida y, en los evangelios, polémica.
    En el Antiguo Testamento, el pastor es el dirigente (religioso, pero sobre todo, político, ver, p. ej. Ez 34) que, con mucha frecuencia, no cumple con su cometido de ponerse al servicio del pueblo para buscar el su bienestar. Por eso, a los pastores de Israel no les gustó lo que Jesús acababa de decir: que él era el buen pastor, el modelo de pastor. Esa afirmación los había llenado de preocupación. Por eso se dirigieron a Jesús cuando paseaba en el templo por el pórtico de Salomón, lo rodearon y, nerviosos, le preguntaron: «¿Hasta cuándo vas a no dejarnos vivir? Si eres tú el Mesías; dínoslo abiertamente» (Jn 10,24). Se entiende su miedo. Los antiguos profetas de Israel se habían enfrentado en muchas ocasiones a los dirigentes llamándolos malos pastores, acusándoles de explotar al pueblo en beneficio propio (Jr 10,21; 23,2-7; 25,34-38; Ez 34). Jesús acababa de echarles en cara que, para mantener sus privilegios, estaban dispuestos a todo: a mentir, a matar..., comparándolos con el pastor mercenario a quien no le importan las ovejas (Jn 10,11-12). Seguramente presentían -¡y temían!- que se iba a cumplir la promesa -para ellos, amenaza- de aquellos profetas: Dios iba a pastorear su rebaño, iba a ocuparse de su pueblo, mediante un enviado suyo, que arrancaría las ovejas del dominio de los malos pastores (Ex 34,22-24; véase también Sal 23). Por eso, si Jesús era de verdad el Mesías..., se les acababa lo que para ellos era su medio de vida, sus privilegios, la posibilidad de aprovecharse, en beneficio propio, de la fe de la gente sencilla. Ya no van a poder seguir asustando a la gente con la amenaza de un Dios cruel ni la van a mantener sumisa diciendo que no se puede saber con seguridad si Dios los habrá perdonado o no; se les acabará el negocio en que han convertido la religión y se derrumbará el orgullo que sienten por ser -por haberse arrogado ese papel- los intermediarios de Dios. Es lógico su nerviosismo: Jesús acaba de decir que va a dejar vacía la institución religiosa («A las ovejas propias las llama por su nombre y las va sacando...», 10,3), se ha puesto como modelo de pastor porque él da la vida por sus ovejas (10,11) y ha dicho que Dios, el Padre, está con él, mostrándole su amor y garantizando que nadie podrá arrebatarle definitivamente la vida que él da libremente (10,17-18).
    Por eso los dirigentes, sintiéndose amenazados, se defienden como pueden, incluso negando, como en el caso del ciego de nacimiento (9,1-38), la evidencia de la vida que sobreabundaba gracias a la actividad de Jesús. Y aconsejan a la gente que no lo escuchen, que está loco, que está poseído por un demonio (8,48; 9,22.24).

 

Lo que más importa

    Lo que los dirigentes quieren es recobrar el control sobre la gente. ¿Qué va a ser de ellos si no lo consiguen?
    Es posible que, aparentemente, tengan éxito: habrá muchos que, faltándoles el valor necesario para asumir la libertad con todos sus riesgos, vuelvan a someterse al miedo que ellos imponen y, dominados por ese miedo, lleguen a pedir la muerte para quien los quiere liberar (véase 18,35; 19,6-7.12: el término “los judíos” usado en estos lugares se refiere no al conjunto del pueblo, sino a los dirigentes judíos y puede englobar también a sus partidarios).
    Pero los que han escuchado y aceptado el mensaje de Jesús, los que han empezado a ponerlo en práctica, los que han gustado ya el sabor de la vida que los hace hijos (1,12-13), de la verdad que los hace libres (8,32.36) y del amor que los hace hermanos (13,34-35; 15,12-17), no se van a dejar embaucar de nuevo. Esas son las ovejas de Jesús, aquellos que, haciendo uso de la puerta abierta por la que libremente se puede entrar y salir (10,7-9), han roto con todo lo que significa opresión de los seres humanos y se han puesto del lado de Jesús, haciendo propia la tarea de este pastor que han aceptado libremente, por quien se sienten conocidos y queridos y con quien se sienten seguros: «Yo las conozco y ellas me siguen, yo les doy vida definitiva y no se perderán jamás ni nadie las arrancará de mi mano». Porque, y esto es lo principal, Jesús va a defenderlos, incluso con la vida, pues para él ellos son lo que más importa.
    Esas ovejas no son borregos que se dejan llevar, pasivos, sin iniciativa... Precisamente porque están con Jesús, tienen que ser personas libres, adultos, que saben escuchar y que han tenido que responder responsablemente a un mensaje que les asegura definitivamente la vida; ellos son la nueva humanidad, la semilla de un mundo nuevo en el que si tiene que haber pastores tendrán que serlo al estilo de Jesús.
    Los jerarcas no aceptaron las palabras de Jesús. No podían aceptar un Dios que se hace visible en la débil carne de un hombre de pueblo y que pone esa carne al servicio de la liberación de toda la humanidad. Y como no podían acabar con Dios, intentaron, otra vez, ocultarlo, destruyendo aquella carne en la que se manifestaba: «Los dirigentes cogieron de nuevo piedras para apedrearlo» (10,31).
    No podían, ni les interesaba, aceptar un enviado de Dios para quien ellos ya no eran necesarios, sino más bien un estorbo, un impedimento para que pudiera realizarse su plan.

 

Escuchan mi voz

    También esto debió asustar, y mucho, a los pastores de Israel: que, de acuerdo con el contenido de la Buena Noticia, el criterio para participar de la amistad de Dios, para beneficiarse de su acción salvadora, ya no será la pertenencia a un grupo humano determinado, ni el ser depositario de una u otra tradición religiosa, sino la adhesión personal a Jesús de Nazaret y a su mensaje: «mis ovejas escuchan mi voz: yo las conozco y ellas me siguen, yo les doy vida definitiva y no se perderán jamás ni nadie las arrancará de mi mano»: lo único que se exige a quien quiera pertenecer al rebaño de este pastor es su lealtad al proyecto; no se le pedirá que hable otro idioma más que el del amor sin límites, necesario para entender y para seguir al pastor; ni se le exigirá que pertenezca a otra raza que a la humana pues el objetivo último de la misión de Jesús es la unidad de toda la humanidad: un solo rebaño y un solo pastor, ha dicho Jesús poco antes (Jn 10,16), unidad que será reflejo de la unidad del Padre y el Hijo: «Yo y el Padre somos uno».

 

De toda nación, raza y pueblo

    Porque el objetivo que persigue la misión de Jesús, misión que deben continuar sus seguidores, es anticipar la meta que describe, presentándola como una visión, el autor del Apocalipsis: él ve, nos dice, «ante el trono y ante el Cordero», «una muchedumbre innumerable de toda nación y raza, pueblo y lengua»: esta multitud representa a los que han llevado hasta el fin su seguimiento, a los que han completado su camino tras los pasos de Jesús. Todos ellos gozan de la misma victoria, independientemente de su origen, de su tierra o del lenguaje en que se expresan.
    Según esto, los nacionalismos supremacistas y  excluyentes, los fundamentalismos religiosos y cualquier tipo de actitud que hace lo mío enemigo incompatible de lo nuestro han quedado superados en Jesús de Nazaret; no es que no podamos sentirnos satisfechos y contentos por de pertenecer a un país, a un pueblo, o a una comunidad determinada no es que no podamos luchar por la dignidad y los derechos de nuestro entorno más o menos cercano; lo que jamás debería suceder es que ese sentimiento o esa lucha se conviertan en arrogancia y en desprecio de los demás y, así, en causa de división entre los seres humanos.
    En este momento de la historia humana, en el que las fronteras entre países ricos y pueblos empobrecidos se llenan de muros y de vallas, los seguidores de Jesús debemos mantener siempre presente en nuestra conciencia que la meta que Jesús quiere alcanzar, en cumplimiento del encargo que lo hizo el Padre, es convertir a toda la humanidad en una familia, en un único rebaño al cuidado de un único pastor (Jn10,16). Y los muros y las vallas son un serio obstáculo para lograr ese objetivo.

 

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