Domingo 27º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

3 de octubre de 2021


Entre iguales

 

    No es posible el amor sino entre iguales. No es posible que un varón y una mujer experimenten con total plenitud la alegría que produce la experiencia del amor compartido si ambos no están -en lo que se refiere a dignidad reconocida y respetada- en el mismo nivel. A un superior -en cuanto superior- se le respeta o se le teme; de un inferior se puede sentir compasión. A una compañera o a un compañero -o a un hermano o hermana- se les ama de verdad. No olvidemos que el mismo Dios, para mostrarnos su amor, se abajó y, como un hombre cualquiera, se puso a nuestro mismo nivel para querernos como un hermano.

 



Una meta ambiciosa


    Al tratar de responder a las preguntas que su mundo le planteaba, el autor del Génesis va descubriendo  la mano de Dios en las cosas más bellas y hermosas, ante las que siempre reacciona con la misma frase: «y vio Dios que era bueno» (Gn 1,10.18.21.25.): el sol, la luna, las flores, los animales..., el hombre «y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno» (Gn 1,31). Y en la conducta del hombre descubre algo que le llama especialmente la atención: como la mayoría de los animales superiores, los hombres se unen en parejas para traer hijos al mundo; pero, en esta actividad, la pareja humana llega a donde no puede llegar ningún otro viviente, por mucho que se le parezca: consigue establecer una relación de amor superior incluso a la que se da entre hijos y padres, y alcanza tal grado de unión que, en lugar de dos individuos, la pareja puede ser considerada como una sola persona: «Por eso un hombre abandona a su padre y a su madre, se junta a su mujer y se hacen una sola carne» (Gn 2,24).
    Pero para que esa meta pueda alcanzarse, es necesario que se den unas determinadas condiciones, y alguna de las más importantes está presente en el segundo relato de la creación (Gn 2,4b-25), del que se lee este domingo el fragmento que se refiere a la creación de la mujer.
    En el primer relato (Gn 1,1-2,4a) no se hace distinción entre la creación del varón y la mujer; al contrario, las palabras de Génesis presentan en un plano de absoluta igualdad al varón y la mujer hasta el punto de que, de la literalidad de sus palabras, podría llegar a entenderse que es la pareja, varón y mujer en su conjunto, la que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios: «Y creó Dios al ser humano a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó».
    En el segundo relato, las palabras que el libro del Génesis pone en boca del varón cuando éste descubre junto a sí a la mujer se han usado -mal, por supuesto- como justificación de la desigualdad. Sin embargo, si leemos con atención el relato entero veremos que lo que de verdad expresan es la igualdad radical del varón y de la mujer, igualdad que es absolutamente necesaria para superar la soledad.

 

De carne y hueso

Janez Andrej Herrlein, Creación de Eva, Galería Nacional de Eslovenia    Dios presentado como un alfarero, modela al hombre con barro de la tierra y le insufla su espíritu y lo instala en el paraíso. A continuación, puesto que no quiere que sea un ser solitario («no es bueno que el hombre esté solo») crea y presenta ante el varón una gran cantidad de vivientes. Adán, después de ver pasar delante de sí todos los animales a los que les fue poniendo nombre -lo que revelaba su dominio y superioridad sobre ellos- «no encontraba ninguno como él que le ayudase». Esa ayuda que el varón no encontraba era el afecto, el cariño, el amor. Entonces, y para que el amor sea posible, Dios interviene creando un ser que el varón reconoce como «hueso de mis huesos y carne de mi carne», es decir, de la misma carne y el mismo hueso, de la misma naturaleza que él. Ahora sí que el varón tiene alguien a quien puede amar; un amor que el autor del libro del Génesis considera superior incluso al que se da entre hijos y padres y que produce tal grado de unión que, en lugar de dos individuos, la pareja -el varón y la mujer que se quieren- llega a ser como una sola persona, «una sola carne».
    Nadie dudará de que el autor de estas líneas veía que no siempre se lograba esa compenetración y que, con frecuencia, la relación de pareja no podía considerarse un éxito. No está contándonos una historia; lo que está haciendo es poniendo ante nosotros un ideal, una meta; e indicándonos que hacia esa meta quiere Dios que nos dirijamos.

 

Interfirió la ley

    Cuando a los hombres se les quedan los ideales demasiado grandes, los convierten en leyes; pero entonces los arruina. Porque los ideales no caben dentro de un código legal: la ley siempre los limita, los empequeñece, los convierte en comportamientos aceptables, pero mediocres. Porque la ley, por su propia naturaleza, debe decir con exactitud qué es lo que exige y, por tanto, tiene que poner límites a lo que manda; y los ideales, también por su propia naturaleza, tienden a traspasar y a superar todo tipo de límites.    Por eso, al incluir en la ley las relaciones de la pareja humana, el ideal quedó limitado. Y quien hizo la ley -el varón- lo hizo en su propio beneficio: a éste se le permitía repudiar -echar de casa y romper unilateralmente el matrimonio- a la mujer, a quien se le negaba éste y otros muchos derechos «Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se la entrega y la echa de casa, y ella sale de casa y se casa con otro...» (Dt 24,1-2).
    La ley, injusta desde el principio, fue progresivamente acrecentando su injusticia. En tiempos de Jesús había diversas corrientes de opinión acerca de este asunto: unos creían que era necesario sorprender a la mujer en adulterio para que fuese lícito repudiarla; otros pensaban que para ello bastaba que le causara al marido cualquier incomodidad, como el que un día se le quemara la comida; y los rabinos más progres consideraban que era causa suficiente de repudio ¡que el marido encontrara otra mujer más guapa! Lo que ninguna corriente contemplaba es que la mujer pudiera repudiar al marido, salvo en algún caso extremo, como podría ser que el marido contrajera alguna enfermedad impura, como la lepra; de hecho, en la práctica, éste era un derecho exclusivo del varón.

    Los fariseos, según el testimonio del evangelio, parece que no hacían nada de buena fe. Con su pregunta es posible que buscaran enemistar a Jesús con una parte del pueblo: si Jesús se mostraba tolerante, lo acusarían de tener la manga demasiado ancha; si elegía la posibilidad más exigente, dirían que era un estrecho. O quizá querían obligarlo a elegir entre los textos del Antiguo Testamento: unos permitían el repudio (Dt 24,1); otros parece que presentaban el matrimonio indisoluble como el ideal para cualquier israelita fiel (Mal 2,14-16: el profeta insta al varón a ser fiel a su esposa, a no rechazarla, pues ella comparte con él la misma carne y el mismo espíritu y es, como el varón, hechura de Dios); en este segundo sentido interpreta el evangelio el texto de Gn 2,24. Pero sin perder de vista que el ideal primero se fundamentaba en la igualdad en cuanto a dignidad que había sido establecida también desde el principio: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne... por eso abandonará...».
    La ley estableció la desigualdad; y con ello, no sólo se rompió el ideal, quedaron también destrozados sus cimientos. Y la ley no tenía fuerza para reconstruirlos de nuevo.

 

¿Es lícito...?

    En su pregunta malintencionada, -«Se acercaron unos fariseos y, con intención de tentarlo, le preguntaron si está permitido al marido repudiar a su mujer»- los fariseos se sitúan en el ámbito de la Ley -le preguntaron si está permitido-, Ley que ellos habían colocado en el lugar del Señor.
    Pero Jesús, para quien el designio de Dios es mucho más grande que la Ley, se sale en su respuesta del ámbito legalista de los fariseos y vuelve al ideal de los orígenes: «desde el principio de la humanidad, Dios los hizo varón y mujer; por eso el hombre dejará ... de modo que ya no son dos, sino un solo ser. Luego lo que Dios ha unido, que no lo separe un hombre». Y refuerza el fundamento de ese ideal al reconocer que el compromiso para conseguirlo y mantenerlo atañe por igual al varón y a la mujer: «El que repudia a su mujer ... y si ella repudia a su marido...»    Esto sí que debió sorprender a los fariseos. Seguro que no esperaban que, al responderles, Jesús estableciera un principio de igualdad entre el varón y la mujer: Dios quiere que el amor no se acabe nunca; por eso no le agrada que el varón o la mujer, cualquiera de los dos, ponga fin al amor que Él unió. Un amor -Dios lo quiso así, ya lo hemos comentado- mayor que el que se tiene a los propios padres: «por eso el hombre dejará a su padre y a su madre...» Pero el mantener la unión en el amor no es un asunto exclusivo del varón, sino responsabilidad compartida de la pareja, asunto de dos personas, iguales en derechos, dignidad y obligaciones. Y lo que debe dar estabilidad y firmeza a esa unión es el compromiso de amor de ambos cónyuges, no un precepto legal.
    Desconcertados debieron quedar al escuchar que Jesús quien, remontándose al momento mismo de la creación, establecía un principio de igualdad proponiendo un modelo de convivencia fundado no en la ley, sino en la naturaleza misma, que manifiesta la voluntad de Dios: la relación entre el varón y la mujer es un proyecto de amor del que se excluye toda relación de dominio de uno sobre otro, todo privilegio de cualquiera de las partes; y de los dos es la responsabilidad de mantener vivo el amor.

 

Violencia de género

    El más rotundo y cruel fracaso de este ideal evangélico lo constituye la violencia que sufren todavía hoy las mujeres a manos de sus parejas.
    La violencia doméstica y, en concreto, la violencia de género, es uno de los problemas más serios que tiene nuestra sociedad. En España, el número de mujeres que han muerto a manos de sus parejas en los últimos años supera ampliamente el número de las víctimas del terrorismo; sin embargo la sociedad española considera mucho más grave este segundo problema. ¿Por qué? Las causas de este fenómeno serán seguramente muy complejas y los expertos harán bien en investigarlas e identificarlas; yo creo que una de esas causas, y no la menos importante, es esta: en nuestra sociedad lo que vale es vencer; y siempre se acaba legitimando la violencia de los vencedores.

    Nos hemos acostumbrado a comprobar cómo los grandes, con sus ejércitos, resuelven los problemas mediante la violencia: legítima se acabó considerando la expansión de todos los imperios, legítima la violencia que hizo posibles sus conquistas y legítimo el vasallaje a que sometieron a los pueblos más débiles; en el pasado y en el presente. Legítima se consideró la violencia de las cruzadas y la de la Inquisición; y legítima se considera hoy en los ambientes fundamentalistas islámicos, la guerra santa. Y legítima esa otra violencia que no mata de inmediato: la injusticia y la desigualdad que, en nombre de la legar propiedad privada, generan pobreza, hambre, miseria y muerte.
    El pez grande, decimos, siempre se come al pequeño. Y esa filosofía la practican los líderes mundiales un día sí y el otro también. ¿Y por qué no la van a practicar los particulares, si nuestros dirigentes enseñan tan pedagógicamente la lección?
    Y ahí es donde radica el problema de toda violencia: nos queremos grandes y buscamos dominar, porque creemos que el dominio equivale a grandeza. También en las relaciones de pareja. Y cuando algo falla, cuando fallamos nosotros mismos, recurrimos a la violencia. Quizá por todo esto la ley ha sido casi hasta ahora tan comprensiva con los maltratadores.
    Para salir de esta situación, los cristianos podríamos hacer una aportación importante, situando el ideal de este amor en el contexto del proyecto de Jesús. Y para ello resulta muy iluminador, leer lo que Jesús dice en el contexto de esta cuestión relativa al matrimonio.

 

...como un chiquillo

    Marcos coloca la cuestión sobre el matrimonio entre una advertencia contra la ambición (Mc 9,42-50) y la afirmación de la necesidad de acoger el reino de Dios como niños. El reino de Dios, según el último párrafo del evangelio de hoy, debe ser acogido con la actitud de un chiquillo que, en este evangelio, representa a todo aquel seguidor de Jesús que ha renunciado a la ambición de poder y de dominio y ha adoptado como norma de su vida el servicio, por amor, a sus semejantes. Apliquemos esto a la relación de la pareja: dos personas que se quieren y, porque se quieren, hacen todo lo que sea necesario para que la otra sea feliz; excluyendo las dos, por principio y desde el principio, todo intento de dominar en esa relación, toda ambición de ser quien domina; comprometidos, los dos por igual, en hacer todo lo posible para que esa relación no se arruine; comprometidos, los dos juntos con su vida y con su esfuerzo, en empujar para que ese modelo de relación -el servicio libremente otorgado-, sea el modelo de relaciones interpersonales en nuestro mundo. Esa es una pareja cristiana. Se trata de sustituir las relaciones de dominio por el servicio que se ofrece libremente como expresión de amor. ¿No será ésta la clave para entender el verdadero sentido cristiano de la «indisolubilidad» del matrimonio? ¿No será este el camino para superar todo tipo de violencia incluida la que se pudiera producir en las relaciones de pareja?
    La Iglesia -nosotros-, que tanto empeño ha mostrado en ocasiones en imponer hasta a los no creyentes la indisolubilidad del matrimonio, incluso por medio de leyes civiles, quizá se ha olvidado de dar el verdadero testimonio que el evangelio exige: fomentar y respetar el papel que le corresponde a la mujer en el mundo y en la sociedad y ¡también! en la Iglesia, en un plano de absoluta igualdad con el varón; si lo hace así, la comunidad cristiana será el ámbito adecuado para que las parejas cristianas den su testimonio propio: mostrar al mundo que es posible que un varón y una mujer, iguales en naturaleza y dignidad, mantengan libremente una relación de amor hasta la muerte, como amó el mismo Jesús, libremente, hasta la muerte.

    Este ideal -debemos insistir, ideal, no ley-, es el que presenta Jesús como un gran reto a las parejas cristianas. Lo que debe caracterizar al matrimonio cristiano no es que no admite el divorcio, sino que tiende a lograr el nivel más alto de amor,  la compenetración más profunda y la más generosa solidaridad entre los miembros de la pareja.
    Al decir «lo que Dios ha unido, que no lo separe un hombre», Jesús no trata de estable­cer nuevas leyes para obligar a vivir juntos inclu­so a quienes no han sabido o no han podido realizar en plenitud el proyecto de Dios. Jesús se limita a aplicar a un caso concreto su proyecto global: para con­seguir la felicidad no hay otro camino que la práctica del amor. Y el amor entre los seres humanos -y entre varones y mujeres- sólo es posible -ya está claro en el primer libro de la Biblia-, en un plano de igualdad.    ¿Y la indisolubilidad? Quizá podamos decir­lo tomando prestadas algunas palabras del mismo evangelista: No estéis con el alma en un hilo, preocupados por establecer una ley para garantizar la estabilidad de la pareja; buscad que también en la pareja se realice su proyecto, que en ella él reine; y eso -la indi­solubilidad- se os dará por añadidura.

 

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