Domingo 3º de Pascua - Ciclo A

26 de abril de 2020
 

Del desaliento a la esperanza
y con la esperanza... al compromiso


    Pensaban que Jesús había quedado derrotado. Pero cuando descubrieron que aquel caminante era el mismo que dio de comer a las multitudes recobraron la fe. Y creyeron. Quizá nos haga falta a nosotros alguna experiencia semejante. Necesitamos recobrar la seguridad de la fe en un Dios que es Padre liberador y que nunca falla a los suyos. Y con la fe, la firmeza en la esperanza de un mundo mejor y el compromiso en favor de ese mundo de personas libres y hermanas.

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Hch 2, 14.22-28 Salmo 15, 1-2.5.7-11 1 Pedro 1,17-21 Lucas 24, 13-35




Derrotados


    Por lo que nos cuenta el evangelio de Lucas, así se debían sentir aquellos dos discípulos que marchaban hacia Emaús. Su estado interior equivaldría a lo que en los evangelios de los dos últimos domingos se describe como tiniebla o noche (Jn 20,1.19). El relato que hacen a aquel caminante que se les acerca y les pregunta por el objeto de su discusión indica que habían creído que Dios estaba de parte de Jesús de Nazaret -«nosotros esperábamos que él fuese el liberador de Israel»- pero que los acontecimientos habían terminado por arruinar sus convicciones. Ellos lo había escuchado y se habían dejado convencer por él -«fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo»-; pero los últimos sucesos habían podido más que las palabras proclamadas y los signos realizados por el Nazareno: «lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron». Ya habían pasado tres días, -tiempo tras el que la muerte se consideraba ya irreversible (Jn 11,17)-; todo, por tanto, se había perdido.
    La pregunta con que responden a la interpelación de Jesús -«¿Eres tú el único de paso en Jerusalén que no se ha enterado de lo ocurrido estos días en la ciudad?»- revela que estaban convencidos de que ellos sí que conocían perfectamente todo lo que había sucedido en Jerusalén los últimos días, es decir, ellos creían haber comprendido con toda claridad lo que significaba la muerte de Jesús: un nuevo fracaso del anhelo de liberación de su pueblo, una frustración más de la esperanza que había animado durante siglos a la mejor parte del pueblo de Israel.
    Pero no habían entendido prácticamente nada: la institución religiosa de Israel, que se decía depositaria de aquella esperanza, se había ido corrompiendo y en lugar de ser un medio para que los hombres conocieran al Señor se había convertido en un velo que ocultaba el verdadero rostro de Dios. Estos discípulos tenían todavía ese velo sobre sus ojos pues seguían considerando “jefes”, «nuestros jefes», a los dirigentes de Israel, a pesar de que nunca tuvieron dudas de que eran ellos los responsables de aquel homicidio -que ninguno se atrevió a denunciar hasta que recibieron el Espíritu- que los había dejado sin un amigo y sin esperanza alguna. Hasta el final confiaron en que los dirigentes de su pueblo y de su religión aceptarían el mensaje de Jesús, mensaje que ellos veían con toda claridad que procedía del mismo Dios que sacó a sus antepasados de la esclavitud de Egipto.    Ahora estaban confundidos, derrotados, porque no había sido así. Es cierto que algunos decían que habían visto el sepulcro vacío y una aparición de ángeles... pero a Jesús resucitado no lo vieron, por lo que todos aquellos rumores no les merecían mucho crédito. En el fondo, dominados todavía por la ideología del orden este, daban más crédito a la violencia de los grandes de este mundo que a la fuerza del amor: y puesto que éstos habían conseguido eliminar a Jesús, Dios y la razón debían estar con ellos.

El conflicto fue inevitable

    En realidad, ellos eran los que no sabían lo que había pasado: conocían los hechos, pero no su significado. No habían entendido el mensaje de Jesús: él era el liberador que esperaban de parte de Dios pero su misión la realizó de acuerdo con el plan de Dios y no según las doctrinas de sus jefes; entre otras cosas porque esa misión iba dirigida no sólo a Israel, sino a toda la humanidad.
    A pesar de todo el desaliento, quedaba todavía en ellos un rescoldo de esperanza, que fue aprovechado por aquel viajero que se les había unido en el camino. Empezó por desmontar su fe en los dirigentes religiosos y en cualesquiera otros jefes de este mundo: su victoria había sido sólo una apariencia. Les explicó que estaba previsto en la Escritura que el Mesías padeciera, que el conflicto con los poderes de este mundo era inevitable y que también lo anunciaban las Escrituras, pero que la victoria definitiva sería, como siempre, del Dios liberador de Israel que, frente a los grandes, tomaría partido una vez más por los pequeños en Jesús de Nazaret.
    La muerte de Jesús fue inevitable. Pero no porque Dios así lo hubiese decidido de antemano; sino porque los responsables del “orden” de este mundo respondieron con instinto homicida ante la mere posibilidad de ver mermados su poder y sus privilegios; y porque frente a ese instinto homicida, Jesús entregó libremente su vida para hacer posible un mundo más justo y más fraterno.
    (Quizá nosotros no hemos comprendido todavía hasta qué punto el conflicto con los dirigentes fue inevitable. Primero porque Jesús no podía callar ante sus mentiras ni disimular ante sus injusticias ni, aún menos, renunciar a su proyecto, traicionar su fidelidad, no cumplir su compromiso con el Padre; y ellos no estaban dispuestos a renunciar a sus privilegios; y, además, porque el conflicto con aquellos dirigentes anunciaba los conflictos que todos los seguidores de Jesús tendrían que afrontar al enfrentarse con los poderosos y con los responsables de la injusticia de todos los tiempos).

Se les abrieron los ojos

    Al oír aquellas explicaciones, la llama de la fe se avivó de nuevo en su interior y no quisieron que aquel caminante les dejara: «Quédate con nosotros, que está atardeciendo y el día va ya de caída. Él entró para quedarse con ellos». No pasa de largo. Jesús no está de paso; está vivo y presente entre los hombres. Y ellos lo van a reconocer enseguida.
    Cuando Jesús «tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo ofreció», debieron recordar que esos mismos gestos los había hecho Jesús cuando dio de comer a una multitud de unos cinco mil hombres y les enseñó así a saciar el hambre de todos los hambrientos, repartiendo y compartiendo el pan  (Lc 9,16). Seguro que se acordaron también de que, inmediatamente después, Pedro, en nombre de los demás discípulos, lo reconoció como el Mesías de Dios (9,20); y al recordar todo esto «se les abrieron los ojos», se les hizo de día, pues la tiniebla, que también estaba fuera, se había metido dentro de ellos; «y lo reconocieron, pero él desapareció de su vista».
    Ellos lo reconocen cuando ven de nuevo en él la fuerza liberadora del Señor. Ahora lo descubren ya resucitado: esto significa que Dios no está con los que lo mataron y que, por tanto, su propuesta cuenta con el aval del Dios liberador de Israel. En ese momento, aquellos dos discípulos tomaron conciencia de que la vida que se entrega es más fuerte que la violencia asesina y que Dios está con los que aman, y no con los que, soberbios, pretenden ocupar su lugar y hablar en su nombre.
    Y seguro que también comprendieron con más claridad el sentido de la celebración eucarística («partir el pan» era el nombre que daban los primeros cristianos a la Eucaristía): compromiso con la liberación de los oprimidos, solidaridad con los pobres, fraternidad y sororidad con todas las personas y bendición para una Tierra en la que se han de compartir el pan y el amor. Y un Padre común.

Conducíos con respeto

    La situación presente no es, por el momento, demasiado alentadora. Ni en la sociedad civil ni, por desgracia, en las iglesias cristianas. Seguimos confiando más en los poderes de este mundo -la violencia, el egoísmo, el dinero, el dominio- que en los valores que propone Jesús en el evangelio, el servicio, la solidaridad, la justicia... la paz. Quizá por eso nos resulta tan difícil hacer creíble la resurrección de Jesús: la hemos separado del compromiso con la liberación, la hemos disociado de la necesaria resurrección de los pobres y oprimidos -¿quién puede decir que ya no se debe hablar en estos términos cuando la esclavitud, en sentido estricto, no figurado, es una realidad sangrante en nuestro mundo, también en nuestro desarrollado y opulento primer mundo, ya en el tercer milenio?-, la hemos separado de la multiplicación de los panes y los peces; y también de la eucaristía, que la hemos reducido a una ceremonia vacía, sin influencia real en nuestra vida y que no sirve, por tanto, para abrirnos los ojos y para que reafirmemos nuestro compromiso de luchar por hacer de este mundo un mundo de hombres libres y hermanos.
    En la segunda lectura, Pedro les recuerda a sus lectores -a nosotros, por tanto- que la muerte de Jesús destruyó en nosotros la fe en los falsos dioses de este mundo -no sólo las imágenes de madera o de metal a los que en otro tiempo se les llamó dioses, sino al poder del dinero el ídolo más cruel y el más frecuentemente adorado por sus víctimas- y que por su resurrección Dios nos hizo hijos suyos y nos dotó de una esperanza que trasciende -integrándolas, sin negarlas- todas las justas esperanzas de los hombres. Y nos recuerda la necesidad de corresponder a ese magnífico regalo: «si podéis llamar Padre a aquel que juzga imparcialmente las obras de cada uno, conducíos con respeto mientras estáis aquí de paso». He aquí la raíz de nuestro compromiso cristiano.