Presentación del Señor
Ciclo A

2 de febrero de 2020
 

Hoy coinciden en la liturgia Católica la fiesta de la Presentación del Señor y el Domingo IV del Tiempo Ordinario
Ofrecemos los Comentarios a las lecturas tanto de la Fiesta como del Domingo.

Otra fue la victoria

    Israel confiaba en que su Dios intervendría en algún momento de su historia para vencer a sus enemigos y darles a ellos una libertad plena. Unos pensaban que esa victoria beneficiaría exclusivamente a su pueblo; otros, los menos, esperaban que también alcanzase al resto de la humanidad. Pero en ningún caso pensaban que esa intervención consistiría en la misión de alguien que acabaría ejecutado como un delincuente en la cruz. Pero en esa cruz estuvo la victoria: manifestó la fidelidad para con Dios y la solidaridad con la humanidad del crucificado. Y venció a la muerte para que nadie temiera morir entregando la vida para convertir el mundo en un mundo de hermanos.

 

Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Malaquías 3,1-4 Salmo 22[23],7-10 Hebreos 2,14-18 Lucas 2,22-40




Un Dios lejano y justiciero

    En la mentalidad de la religión del Antiguo Testamento, una de las ideas que aparecen con frecuencia es la de la retribución de la bondad o maldad de las personas mediante la prosperidad material o la ruina. Esta convicción, que el libro de Job cuestiona seriamente, suscita en distintos momentos la pregunta sobre la justicia de Dios. Para quienes piensan así, la justicia de Dios debe reflejarse siempre en la ruina de los malvados y la prosperidad de los que son fieles a la voluntad divina.
    La realidad, sin embargo, muestra que esto no sucede casi nunca puesto que los malvados prosperan y nadan en la abundancia. Ese es el tema de la primera lectura. Inmediatamente antes del párrafo que leemos hoy, el profeta recrimina a su auditorio de esta manera: «Con vuestras palabras cansáis al Señor. Objetáis: ¿Por qué lo cansamos? Porque decís que el que obra mal agrada al Señor y que él se complace en tales hombres, y que ¿dónde está el Dios justo?» (Mal 2,17).
    Como respuesta a esta pregunta de quienes se sienten defraudados al ver que quienes mejor viven y parece que gozan del favor de Dios son los malvados, el profeta anuncia la llegada de un mensajero que anticipará la intervención del mismo Dios que realizará un juicio severo y castigará duramente a quienes no lo respetan.
    Se pone de manifiesto así la imagen de un Dios justiciero ante quien nadie podrá presentarse, ante quien nadie podrá mantenerse de pie.



Respeto para con Dios

    La lectura de hoy podría parecer que el castigo afectará exclusivamente a la casta sacerdotal, «purificará como plata y oro a los levitas», lo que revela una fuerte crítica a la misma puesto que, mientras que no se produzca esa intervención purificadora, las ceremonias litúrgicas que se celebran en Judá y Jerusalén no son legítimas, las ofrendas que se presentan ante no agradan al Señor.
    El texto nos revela la imagen de un Dios justiciero, que castiga severamente a quienes no le son fieles y ante quien nadie podría mantenerse de pie, nadie podría presentarse ante él. Un Dios lejano y, si no seguimos leyendo lo que dice el profeta, un Dios centrado en sí mismo celoso de sí mismo que exige plena sumisión y respeto. Pero el profeta concreta enseguida en qué consiste el respeto que Dios reclama: «Os llamaré a juicio, seré testigo exacto contra hechiceros, adúlteros y perjuros, contra los que defraudan al obrero en su jornal, oprimen a viudas y huérfanos y atropellan al inmigrante sin tenerme respeto dice el Señor Todopoderoso.»: a Dios se la falta al respeto cuando no se respetan la dignidad y los derechos de los seres humanos.
    El profeta se dirige a todo el pueblo; pero sólo cita a un grupo, los levitas, la casta sacerdotal que, teniendo como tarea establecer una relación armoniosa entre Dios y el pueblo, ni cuentan con la confianza de Dios ni se muestran respetuosos y solidarios con los seres humanos.
    No obstante, la imagen de un Dios lejano y justiciero se mantendrá más adelante ( Mal 3,17-21).




Integrado en su pueblo

    José y María, fieles observantes de la Ley, se dirigen al templo para cumplir lo establecido en relación con la purificación de las mujeres que habían dado a luz y con la consagración a Dios de los primogénitos.
    El rito de la purificación se realizaba mediante el sacrificio ritual de ciertos animales que, en el caso de María revelan que se trataba de una familia pobre pues ofrecen la víctima sacrificial propia de los que no tenían medios para comprar un cordero: «Si no tiene medios para comprarse un cordero, que tome dos tórtolas o dos pichones: uno para el holocausto y el otro para el sacrificio expiatorio.» (Lev 12,8).
    Jesús ya se había sometido al rito que lo integraba en el pueblo de Israel, en el pueblo que nació de la alianza de Dios con Abraham (Gn 17,1-14): a pesar de que desde el principio se anunció que el hijo de María era Hijo del Altísimo (Lc 1,32), las exigencias de la ley llevan a María y a José a hacerlo hijo de Abraham.
    En el fragmento que leemos en la celebración de esta festividad María y José continúan el proceso de integración de Jesús en Israel, en su cultura y en su religión (Ex 13,2.12). Pero, salvo que la intención de María y José era cumplir con esa norma, nada se nos dice de cómo se llevó a cabo (ni siquiera se dice que llegara a realizarse).




Un Dios liberador

    La atención se centra en dos ancianos que, impulsados por el Espíritu, se dirigen al templo y descubren Jesús el enviado del Señor que dará satisfacción a las esperanzas de Israel, a las promesas de Dios de las que el pueblo Judío se consideraba beneficiario: en Jesús Dios va a realizar una intervención liberadora que tendrá, según cada uno de estos dos ancianos, un alcance distinto, que se corresponden con dos tipos de esperanza, de fe en un Dios liberador, presentes en la sociedad judía en los tiempos de Jesús.
    Uno, seguramente minoritario, está representado por Simeón de quien dice el evangelista que mantenía constante su esperanza y que el Espíritu Santo, que lo asistía permanentemente, le había advertido de que la intervención divina estaba cerca. Ese mismo Espíritu lo impele a acercarse al templo y, «en el momento en que entraban los padres con el niño Jesús para cumplir con él lo que era costumbre según la Ley, él lo cogió en brazos y bendijo a Dios...» Sus palabras son un himno que nos descubre su religiosidad el contenido de su esperanza.
    Por un lado se trata de un religiosidad característica del Antiguo Testamento: Dios es El Señor, el Dueño. Pero es un Dios salvador. Si bien el contexto nos asegura que su fe estaba centrada en Jerusalén, en la institución judía, la acción del Espíritu en él le permite traspasar las fronteras de su pueblo para afirmar que la acción liberadora que se va a realizar por medio del niño que tiene en sus brazos alcanzará a la humanidad entera: será causa de gloria para Israel, sí, pero está a disposición de todos los pueblo y, a través de ella, Dios se manifestará a todas las naciones.
    Ana, por su parte, de profunda religiosidad tradicional, arraigada en su pasado nacional, consciente de la situación negativa a la que ha llegado su pueblo, mantiene también la esperanza de una intervención liberadora del Dios de Israel y también ve en aquel niño la proximidad de esa acción liberadora pero... exclusiva para el pueblo judío y centrada en su dimensión religiosa, en la liberación de Jerusalén.



Conflicto y ¿fracaso?

    Las primeras palabras de Simeón, acunando a Jesús en sus brazos, provocan la sorpresa de su padre y su madre. Simeón se dirige entonces a María con unas palabras que resultan es ese contexto, inquietantes: «Mira, éste está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten, y como bandera discutida -y a ti, tus anhelos te los truncará una espada-; así quedarán al descubierto las ideas de muchos».
    Si comparamos estas palabras con la primera lectura nos daremos cuenta del profundo contraste que se da entre ellas. En el profeta Miqueas la intervención divina será un juicio ante el cual nadie podrá oponerse, nadie podrá mantenerse en pie.
    Simeón, por el contrario, anuncia a María que la misión de su hijo será causa de división y de conflicto: unos lo aceptarán y otros lo rechazarán; él se convertirá en una bandera discutida y acabará levantado en alto. Y anuncia igualmente que ese conflicto penetrará en su propio interior al ver truncada su esperanza como madre y como -así la considera el evangelio de Lucas- figura representativa del Israel fiel. Con estas palabras que el evangelista pone en boca de Simeón nos está anunciando lo que nos irá develando el resto del evangelio: el camino de Jesús no será un camino de rosas, sino que discurrirá inmerso en un antagonismo permanente con quienes se resistirán a aceptar la propuesta que él ofrece de parte del Padre. Y ese conflicto llegará a lo que jamás ningún israelita habría podido sospechar: el enviado de Dios será levantado en alto, en clara alusión a la muerte en la cruz; este trágico e inesperado final truncará los anhelos de quienes esperaban el éxito de un hijo, el triunfo del Mesías, la restauración plena de Israel.



Compasivo y digno de fe

    Con un lenguaje distinto, el autor de la Carta a los Hebreos nos desvela que ese final no constituyó un fracaso porque ese no fue realmente el final sino que «...después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de su Majestad en las alturas...» (Heb1,3).
    Después de una breve introducción, la carta a los Hebreos nos presenta a Jesús, ya resucitado como Hijo de Dios (1,5-2,4) y como hermanos de los hombres (2,5,13) para concluir con el fragmento que constituye la segunda lectura de esta celebración.
    Hijo de Dios e hijo de hombre. Hijo que cumple con fidelidad el encargo de su Padre y hermano que comparte la realidad de sus semejantes. Incluidos el dolor y la muerte... para vencer a la muerte, para eliminar el miedo a la muerte, para liberar a los seres humanos, sus hermanos de la mayor opresión y recurso eficaz para garantizar cualesquiera otras opresiones.
    Los sacerdotes de la antigua alianza, ni en tiempo de Malaquías (primera lectura), ni en tiempo de Jesús  (Lc 19,46) realizaban correctamente su tarea de mediación entre el pueblo y el Señor porque no eran compasivos ni, por tanto, dignos de fe para el Señor. Por haber sido fiel a su misión y a su compromiso con el Padre y por haber compartido en todo la condición humana, Jesús ha sido constituido, dice Hebreos, en sumo sacerdote, En el único sumo sacerdote de la Nueva Alianza porque ya «nadie puede arrogarse esa dignidad...» (Heb 5,4).
    Hemos pasado de un Dios lejano y justiciero a un Dios que se hace presente por medio de su hijo y que se caracteriza por la solidaridad, por la compasión con el resto de los seres humanos.
    Ya no hay más mediador entre Dios y la humanidad que Jesús y, con Jesús, la comunidad cristiana. Por eso la comunidad cristiana debe asumir, como Jesús, la tarea de luchar contra toda opresión y mantener en esa lucha, hasta donde fuere necesario, la fidelidad a esa tarea, a ese compromiso que nos encarga el Padre de Jesús que también a nosotros nos quiere como hijos.

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