Domingo 2º de Pascua
Ciclo C

28 de abril de 2019
 

Fe, esperanza y compromiso


    Eso debe ser la comunidad cristiana. Realización anticipada de la esperanza que nace de la resurrección de Jesús, presencia del Padre que se manifiesta en el amor de los hermanos; firmeza en el compromiso de lucha en favor de un mundo configurado de acuerdo con la esperanza que la comunidad, viviéndola, anuncia: un mundo de personas libres, todas de linaje real. De este modo la comunidad será, a un tiempo, invitación, cauce y garantía de fe y, por eso, anticipo de una esperanza definitiva.

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura Evangelio
Hechos de los Apóstoles5,12-16 Salmo 117,2-4. 22-24. 25-27a Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19 Juan 20, 19-31





Yo Juan


    El Apocalipsis no es, como se interpreta con frecuencia, un libro esotérico ni una profecía de tiempos futuros, augurio de guerras y catástrofes; no es un libro para alimentar miedos o suscitar terror. Es un libro-testimonio, escrito en tiempos de persecución y, por eso, escrito en clave. En él se cuenta la experiencia de un perseguido que se presenta a sí mismo como desterrado «en la isla de Patmos por proclamar el mensaje de Dios y dar testimonio de Jesús». Pero, independientemente de su carácter de exiliado, el autor del libro se presenta como «hermano vuestro», esto es, miembro de la comunidad cristiana y, como tal, dice compartir con los destinatarios de su escrito tres rasgos que dibujan el perfil de un creyente en el Mesías Jesús: de acuerdo con la traducción oficial, escucharemos en la celebración: «Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverancia en Jesús...».

 
    LA TRIBULACIÓN


La lucha


    El compromiso cristiano es lucha y es conflicto. Pero es lucha porque el proyecto que el cristiano propone resulta incompatible con un orden injusto y opresor que persigue con saña a quien se le enfrenta. El conflicto no lo provoca el cristiano, sino los responsables del desorden establecido, los que practican la injusticia y los que viven de ella, que harán todo lo posible para destruir, eliminar o desprestigiar a los que, al iluminar la situación presente, descubren su pecado, al describir con rigor el orden establecido, ponen de relieve su desorden radical y profundo. Naturalmente que esta lucha es causa de tribulación. El cristiano no es un fanático que goce al sentirse perseguido o maltratado, sino un hombre de paz que, fiel a su fe y a su conciencia, no puede permitir que se llame paz a lo que no es más que injusticia camuflada de legalidad, sumisión a la que se llama orden.

No hay razón para el miedo

    Nadie mejor que los discípulos que acompañaron a Jesús durante los años que duró su misión para saber que el anuncio de la Buena Noticia era una actividad conflictiva y peligrosa. Por eso ahora, después de la muerte de Jesús, están asustados. Todo su mundo parece haberse derrumbado definitivamente. Los dirigentes judíos han triunfado. Jesús, en quien ellos habían puesto tantas esperanzas, ha sido derrotado y, en su derrota, puede arrastrarlos también a ellos. Ese miedo los tiene esclavizados y ellos mismos han puesto cerrojos a las puertas.
    La verdad es que el miedo de los discípulos no es gratuito: los dirigentes judíos tienen una larga mano, capaz de alcanzarlos y de llevarlos, también a ellos, a la muerte. Y lo harán a poco que se les dé ocasión (véase, por ejemplo, Hch 7,54-60; 12,1-4). El mundo1, es decir, la injusticia que gobierna las sociedades humanas y los responsables de la misma, jamás aceptarán por las buenas que se ponga en cuestión su “orden”, que se pongan en peligro sus privilegios (véase Jn 15,18-21).
    Todavía se sienten seguidores, discípulos de Jesús, aunque la experiencia de la muerte ha caído sobre ellos como una losa que ha sepultado todas sus esperanzas. Pero aún siguen, aunque sólo sea por el recuerdo de tiempos pasados o por su mismo y común miedo, sintiéndose unidos en él. Y eso los va a salvar. Porque aunque ellos no lo saben, ya está comenzando el día de su liberación definitiva y muy pronto van a ver la tierra prometida en la que serán, si se atreven a serlo, del todo libres: van a perder el miedo a una muerte que no es definitiva y que, por tanto, ya no es muerte.


EL REINO


Las señales de su amor

    No podía ser definitiva una muerte que había sido ofrecida como muestra última del amor hasta el extremo; no podía vencer el odio a la vida. Y el miedo de sus amigos queda superado con la alegría de ver que Jesús, vivo, se hace presente en medio de ellos, les desea y les comunica la paz y les muestra, aún visibles, las señales de su amor: «Y dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos sintieron la alegría de ver al Señor». Ya son libres, pues el miedo, sustituido ahora por la alegría, era la cadena que los esclavizaba. Su liberación no consiste en marcharse a ninguna parte: la tierra prometida es toda la Tierra, es toda la humanidad, cuando de ella desaparece el miedo a la muerte, y esto sucede en la medida en que el hombre pierde el miedo al amor (Jn 12,23-26).
    La experiencia de Jesús, que está realmente vivo y que, sin intermediarios, se hace presente en medio de ellos, marca el momento de la liberación personal de sus seguidores y el punto de partida de una tarea liberadora que será, a partir de ahora, el quehacer propio de todos sus discípulos: «Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo a vosotros».


 
El linaje real

    Esa experiencia debe afianzar en sus seguidores la convicción de que los que estuvieron y están vinculados a Jesús en su lucha contra el desorden establecido, están llamados a realizar su proyecto: el reinado de Dios. Jesús comenzó su misión anunciando la llegada del reinado de Dios; ahora les toca a los discípulos; pero para anunciarlo, deben ir realizándolo ya.
    Ese es el segundo de los rasgos que dice Juan que comparte con la comunidad a la que se dirige, el reino. Es el nuevo orden que configura a la comunidad cristiana y al que, nosotros también, pertenecemos. Se trata de un mundo regido, gobernado por Dios, en el que Dios es el rey, en el que Dios es Padre: como ha querido hacernos hijos suyos, nos ha incorporado a su linaje.
    Esa es la oferta que el cristiano debe hacer y que provocará, por un lado la esperanza de los que sufren y, por otro lado, la indignación de los culpables del sufrimiento. Es una propuesta de fraternidad e igualdad radicales: todos somos hijos del rey, todos somos hijos de Dios; luego todos somos libres y portadores de un misma dignidad.
    Pero también es radical la exigencia del compromiso que asume el que acepta esa propuesta: vivir como corresponde a un hijo de Dios; y tratar a los demás como pertenecientes al único linaje real al que se pertenece por la gracia de Dios: radical respeto a los derechos humanos; fraternidad universal como objetivo y meta.
    Muerto y resucitado Jesús, la tarea de anunciar y promover esa nueva realidad, con la vida y la palabra, pasa a sus seguidores.



LA ESPERANZA


El primer día de la semana

    Y para que puedan llevar a cabo esa tarea, Jesús les ofrece su fuerza, la misma que a él lo hizo capaz de amar hasta la muerte: el Espíritu Santo, la energía y el valor para el testimonio y la lucha (Jn 15,26-16,15), la vida y el amor de Dios que hace hijos a los amigos del Hijo si éstos aceptan esa vida y corresponden a ese amor asumiendo como propia la misión del Unigénito, Jesús, y convirtiendo las causas de su muerte en la razón de la propia existencia (Jn 17,6-11).
    El primer día de la semana es la expresión que usa el evangelio para señalar que acaba de nacer un mundo nuevo, una nueva humanidad: la comunidad cristiana. Pero, además, es el domingo el día en que la comunidad se reúne para celebrar la eucaristía, para recordar la muerte y anunciar la resurrección de Jesús, para dejar que la vida de Jesús penetre en cada uno de sus miembros y les dé fuerza para renovar el compromiso de seguir hasta el final el camino que él, con su vida, les señaló.
    La celebración de la Eucaristía tiene que ser, tiene que seguir siendo si no se ha convertido en un rito vacío, la experiencia clara y gozosa de la vida y de la actividad de Jesús entre los suyos, entre nosotros; pero para que sea así ha de ser el momento en que reafirmemos nuestro compromiso de reproducir en nuestras vidas las señales del amor de Jesús. Y no sólo como experiencia mística en el momento de la celebración, sino jugándonos la vida, arriesgándonos a que nos claven las manos y nos partan el pecho por mantenernos fieles en la lucha en favor de la liberación, denunciando cualquier esclavitud -eso es el pecado- de los seres humanos..., aunque ese compromiso, esa manera de entender la eucaristía, provoque la irritación de los dirigentes.
    Porque Jesús no se va a manifestar ya de manera visible; lo de Tomás fue un favor personal, que se le concedió quizá porque en cierta ocasión fue el único que se mostró dispuesto a acompañarlo a la muerte (Jn 11,16). Pero será fácil reconocerlo si los suyos seguimos reproduciendo en nosotros las señales de su amor.


La perseverancia cristiana

    Esta es la gran responsabilidad la que recae sobre los seguidores de Jesús; el importante y exigente compromiso que han de mantener como lo hizo Jesús durante su vida. Este es el tercer rasgo que dice el autor del Apocalipsis que comparte con la comunidad a la que dirige su escrito: Constancia en el compromiso, firmeza en la fe en la palabra de Jesús, seguridad y confianza en la esperanza que brota de su resurrección: «No temas, yo soy el primero y el último, el que vive. Estuve muerto, pero como ves estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte». La muerte, en todas sus formas, ya ha sido vencida, como prueba la presencia de Jesús entre los suyos; pero esa victoria debe ir realizándose, explicitándose en cada ser humano, en cada sociedad, en la humanidad toda. Y esto no se hará sin lucha, sin tribulaciones; porque esa victoria que habría sido imposible alcanzarla sólo por nosotros, no será posible completarla sin nosotros. Por eso son absolutamente precisas la fidelidad, la firmeza, la constancia... valores imposibles si falta la esperanza.
    Los que todavía no tienen noticias de ello, los que no saben que esa victoria no sólo es posible sino que ya es realidad, han de descubrir esa buena noticia en los rasgos que configuran a la comunidad cristiana y en el contenido del testimonio que Juan comparte con ella.
    El modo de vida que configuran estos rasgos es lo que otorgará credibilidad a la fe de la comunidad, constituyéndola en el cauce por el que podrán alcanzar esa fe todos los que «sin haber visto, llegan a creer», todos los que no van a gozar de la posibilidad de una experiencia privilegiada como la de Tomás.

 

 


 

1.- En griego “mundo”, kosmos, significa “orden” y por eso se usó para referirse al que los griegos consideraban el orden por excelencia, el Universo. Pero en determinados textos hay que entenderlo en el primer significado. Cuando se refiere a una realidad social hay que entenderlo como el orden, la organización que articula la sociedad. Una de las acepciones del verbo kosmeô es, en efecto, “gobernar”.