Viernes Santo  -  Ciclo B

30 de marzo de 2018
 

Por la señal de la Santa Cruz

     En el catecismo que algunos aprendimos de pequeños se nos decía que la señal del cristiano es la santa cruz y se nos pedía el máximo respeto para ese signo de fe. Pero ¿porqué es así? La cruz, en realidad, es un patíbulo, un instrumento cruel de tortura. Entonces, ¿qué es lo que le da valor a la cruz? Y, ¿de qué modo se expresa el debido respeto a este signo? 

 





¿Por que lo hicieron?

      ¿Qué movió a los dirigentes judíos a condenar a muerte a Jesús? ¿Por qué Pilato confirmó la sentencia del Gran Consejo judío?
      En casa de Anás y Caifás le preguntan a Jesús sobre su doctrina y sus partidarios (18,19). Sobre sus discípulos Jesús responde: ya los reconocerán cuando pongan en práctica su enseñanza (Jn 13,35). En cuanto a la doctrina, dice Jesús, no era un secreto y los dirigentes la conocían bien, pues él había hablado públicamente.
      En realidad, desde una perspectiva neutral, no comprometida, Jesús había hecho suficientes méritos para verse como se veía: había anunciado que las antiguas instituciones de las que los jerarcas se sentían garantes iban a ser sustituidas: la alianza (Jn 2,1-11), el templo (2,12-22), la ley (2,23-3,21), los mediadores (3,22-4,3), el culto (3,4-45); curó en sábado para enseñar que la ley mantenía enfermo y esclavizado al pueblo (5,1-15), identificó la tierra de Israel como tierra de esclavitud y se propuso a sí mismo como pan de vida, alimento para el nuevo éxodo, nuevo y definitivo proceso de liberación (6,1-40); acusó a los dirigentes de haber profanado el templo y de haber convertido la religión en negocio (2,16), les negó el derecho de llamarse hijos de Abraham o de Dios, los llamó hijos -partidarios y de acciones semejantes- del diablo, mentirosos y homicidas (8,31-59) y les echó en cara que eran malos pastores que en lugar de buscar el bien del pueblo lo explotaban en su propio beneficio (10,8-10). Por eso, desde hacía mucho tiempo, los dirigentes buscaban la muerte de Jesús (5,16.18; 7,25-30.32; 8,59; 10,39). De hecho, la sentencia estaba ya acordada cuando empezó el juicio: Caifás, sumo sacerdote, usando como pretexto el bien del pueblo para defender su posición, había pronunciado la sentencia: «Os conviene que un solo hombre muera por el pueblo antes que perezca la nación entera» (11,47,53).
      Ante Pilato no presentan como acusación ninguna de las razones que les había llevado a buscar la muerte de Jesús: se limitan a decir que es un malhechor que merece la muerte (18,30-32), que debía morir por hacerse hijo de Dios (19,7) y porque declarándose rey de los judíos se hacía enemigo del César. Esta última acusación la manejaron con habilidad los dirigentes de Israel, declarándose súbditos del rey que quitaba la libertad de su pueblo -«no tenemos más rey que el César» (19,9-16)- y en contra de quien estaba dispuesto a entregar su vida para abrir la puerta de la libertad a todo hombre que quisiera aceptarla; con esta imputación consiguieron meter el miedo en el cuerpo -en la ambición- de Pilato, que podría aparecer como desleal si no castigaba tal delito (19,12). Y Pilato no quiso arriesgar su posición, su cargo, sus privilegios... Y cedió a la pretensión de los sumos sacerdotes.
     En otras palabras:
     En una sociedad organizada alrededor de la religión Jesús se enfrentó con los dirigentes religiosos y los acusó de ser los culpables de la opresión del pueblo, puesto que, en nombre de Dios y en beneficio propio, justificaban y apoyaban la injusticia, la explotación de los pobres y la opresión del pueblo. En una sociedad organizada alrededor del dinero, Jesús se puso de parte de los pobres y proclamó que lo que Dios quiere es que compartamos solidariamente en lugar de acumular los bienes que sólo a Dios pertenecen. En un Mundo fundado en el poder de la violencia se presentó como rey sin ejército y con la sola fuerza de su amor. Y no se lo perdonaron. Y por eso lo mataron.

¿Por que acepto la muerte?

      No hacía falta saber mucho para darse cuenta de que Jesús, actuando como lo hacía, acabaría mal. El era consciente de ese riesgo, y conscientemente lo aceptó. Inmediatamente después del episodio del lavado de los pies, Jesús había dicho a Judas: «Lo que has de hacer, hazlo pronto» (Jn 13,27), aceptando así su muerte. Y en seguida formuló su mandamiento, en el que él se ponía a sí mismo como medida del amor: «como yo os he amado» (Jn 13,34). Esa fue, pues, la razón: el amor; el amor al hombre, incluso a Judas (Jn 13,26), incluso a los que lo mataron:
«Por eso el Padre me demuestra su amor, porque yo entrego mi vida y así la recobro. Nadie me la quita, yo la entrego por decisión propia. Está en mi mano entregarla y está en mi mano recobrarla. Este es el mandamiento que recibí de mi Padre.» (Jn 17-18).
      En la historia de la humanidad siempre ha habido -y sigue habiendo- más miseria que riqueza, más tristeza que felicidad; esto es así porque el hombre se ha empeñado siempre en ser su propio dios o, más bien, el dios de sus semejantes, usando para ello el nombre y la palabra del mismo Dios. Jesús ofrece una nueva posibilidad al hombre, un nuevo tipo de relación de los hombres con Dios y de éstos entre sí: una relación de amor entre Padre e hijos y entre todos los hermanos. Esta nueva posibilidad, la nueva alianza, para todos los hombres (Jn 19,23-24: la herencia de Jesús la reciben unos paganos y se divide en cuatro partes, en alusión a los cuatro puntos cardinales), incluido el pueblo judío (Jn 19,25-27: María, que representa al Israel fiel al Señor, va a vivir a la casa del discípulo amado, símbolo de la nueva comunidad), queda definitivamente abierta al llevar a término la creación con el don que hace Jesús de sí mismo y del Espíritu (19,28-30) en la última y máxima prueba de amor.
      Esta fue la razón por la que Jesús asumió el riesgo de morir a manos de aquellos a los que no les interesaba que nada cambiara: el amor a la humanidad, la necesidad de dar al hombre la posibilidad de transformar definitivamente la esclavitud en libertad, la miseria en solidaridad, la tristeza en alegría, la muerte en vida, el egoísmo en amor, la desesperación en esperanza. Por eso se dejó matar: por amor a la humanidad; para que los hombres (varones y mujeres, negros, blancos y amarillos, con una u otra tradición religiosa...) tuvieran la posibilidad, ahora y siempre, de construir un modelo de vida y de relación que les permitiera ser felices.
      Para que este proyecto fuera posible, se dejó colgar de una cruz, el más cruel suplicio de aquel imperio. No era un trono, sino un patíbulo; no era un privilegio, sino una tortura. Y no fue consecuencia de la voluntad de Dios, sino del odio de los poderosos. Pero, a pesar de todo ello, Jesús la aceptó por amor. Por eso la cruz, aceptada no por ser cruz, sino como signo de la fidelidad de Jesús a su compromiso y como expresión del libre don de sí mismo, se convirtió en el emblema de los cristianos.


La señal del cristiano

     En las historias de los mártires se repite la escena del cristiano que es obligado a realizar algún gesto ofensivo contra un crucifijo, pisarlo, por ejemplo, bajo amenaza de muerte. Nosotros difícilmente nos veremos en esa situación. Pero ¿no hay mil modos de pisotear la imagen de Jesús crucificado? ¿No hay ocasiones en las que, al tiempo que exigimos respeto para la imagen, estamos renegando de su memoria?
     Ahora, después de veinte siglos de cristianismo, ¿en qué ha quedado la cruz de Jesús? Hoy no parece molestar a nadie, ni a los ricos, ni a los poderosos, ni a los que la manipulan para apoyar el poder del dinero, la desigualdad, la injusticia, la opresión...
      Hoy las cruces -de oro, de plata, con piedras preciosas engastadas- se han convertido en un negocio e, incluso, en signo de riqueza. Nadie o casi nadie recuerda que la cruz es un instrumento cruel de tortura, que el imperio de entonces usaba para eliminar a los que se le enfrentaban y para que sirviera de castigo ejemplarizante para todos los que tuvieran la tentación de rebelarse contra su poder. Y son muchos los que valoran más y ven antes el sufrimiento del crucificado que su amor en favor de sus hermanos que en la cruz se manifiesta.
     Seguro que hoy no nos pondrán un crucifijo delante para que lo pisemos, pero cuando, llamándonos cristianos, nos olvidamos de la causa de Jesús y renunciamos a transformar este mundo en un mundo de hermanos; cuando nos ponemos del lado de la injusticia, la desigualdad, la opresión..., o simplemente callamos ante ellas; cuando no defendemos al oprimido, al explotado, al excluido de los beneficios de nuestra sociedad; cuando escatimamos el amor revolucionario -amor orientado a la transformación de la sociedad en beneficio de los que, por causa de la injusticia siguen sufriendo- por miedo a perder alguna de ventajas que nos ofrece esta vida... O, lo que sería aún peor, cuando somos nosotros causa del sufrimiento injusto de nuestros semejantes... ¿no estamos pisoteando la cruz de Jesús? ¿No estamos despreciando la señal del cristiano?
 

Señal de vida

     La cruz se ha convertido también en un signo de muerte. Quizá porque preside las tumbas de los cristianos (hasta para abreviar se usa la cruz para introducir la fecha de la muerte de alguien). Pero la cruz de Jesús sólo puede ser signo de vida ¡Y precisamente por eso preside las tumbas de los cristianos!
     El modo en que se indica la muerte de Jesús, poniendo de relieve el carácter libre y voluntario de su entrega, y los elementos simbólicos que introduce el evangelista a continuación revelan que esta es una muerte distinta, porque no es definitiva y porque es fuente de vida. Así, la sangre y el agua que manan del costado de Jesús representan, al mismo tiempo, su muerte, su entrega (la sangre) y la vida que brota del amor que en esa muerte se expresa (el agua); el don de la propia vida es causa de y se expresa en el don del Espíritu, energía vital que dará a los que lo reciban la capacidad de llegar a ser, también ellos, hijos de Dios; éstos, amando con ese amor que han recibido, abrirán la posibilidad de una nueva humanidad en la que Dios sea Padre de todos y todos sean y se quieran como hermanos.
     Esta es la razón por la que el evangelista sitúa la sepultura de Jesús en un huerto, que recuerda el jardín del Edén, anticipando de este modo la resurrección que será presentada como una nueva creación (Jn 20,21); por eso, dice el evangelista, que lo depositaron en sepulcro nuevo, y por eso no dice que la tumba quede cerrada por losa alguna (ver, por el contrario, Mt 27,60; Mc 15,46).
     Todas estas indicaciones señalan hacia una nueva experiencia de la muerte por la que muchos otros pasarán en el futuro: una muerte que será sólo un paso entre dos modos de vida: en la oscuridad de la tarde del viernes se vislumbra ya la claridad de la madrugada del domingo.

 

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