Jueves Santo  -  Ciclo B

29 de marzo de 2018
 

Por el amor que recibimos


     Nadie quiere ser siervo; todos, en cambio, queremos ser señores. Al fin y al cabo, desde el primer libro de la Biblia, el Génesis, se nos dice que Dios nos hizo para ser señores; y, según la tradición bíblica, la primera intervención de Dios en la historia humana se realizó para sacar de la servidumbre a un puñado de esclavos. Pero la experiencia nos dice que, en nuestro mundo, ser señor equivale a ser opresor. ¿Hay alguna otra alternativa?
     El gesto de Jesús que nos refiere el evangelio de Juan nos descubre un camino nuevo para acceder al señorío: podemos ser señores, no por el poder que poseamos, sino por el amor que, de los demás, libre y gratuitamente recibamos.





Compartiendo la vida

     No es la cena de Pascua. Al contrario que los otros tres evangelios, Juan no presenta la última cena de Jesús como la cena que cada año celebraban los judíos para conmemorar la liberación de sus antepasados de la esclavitud de Egipto (primera lectura). Aquella Pascua fue el comienzo de un proyecto que ya ha quedado obsoleto y, por eso, va a quedar definitivamente superada; y superados también sus elementos negativos (como la violencia, como instrumento de liberación).
     Quizá por eso Juan no cuenta la institución de la eucaristía: prefiere, más que contar la materialidad de los hechos, transmitirnos el sentido radicalmente nuevo de aquella cena: el compromiso de Jesús de amar hasta el fin a toda la humanidad y de luchar porque todos los hombres se puedan sentir “señores” y la invitación a los suyos de hacer otro tanto.
     Jesús y los suyos están compartiendo el alimento y la vida; y lo están haciendo como un grupo de amigos que se quieren, sin nombre (sólo se nombra a Jesús, cuyo ejemplo hay que seguir, y a dos de los presentes, Judas de Simón y Simón Pedro, ejemplos de lo que no se debe hacer) y sin referencia ninguna al lugar en el que se celebra la cena, para que todos quepamos entre «los suyos», sin condiciones de ningún tipo -sexo, raza, nación, cultura, religión-, a excepción de una única exigencia: «os dejo un ejemplo para que, igual que yo he hecho con vosotros, hagáis también vosotros».

El ejemplo a seguir

     Lavar los pies llenos del polvo del camino de los que llegaban a casa era tarea propia de esclavos y, lógicamente, sólo se hacía con los hombres libres. Jesús utiliza ese gesto no para justificar la injusticia que supone el que unos hombres tengan que estar forzosamente al servicio de otros, sino para explicarnos cómo se puede salir de la situación presente que niega a unos el derecho a la libertad y el reconocimiento de su dignidad y otorga a unos pocos el privilegio de ser dueños de la libertad de otros y de hacerse acreedores de todo tipo de honor: esta situación sólo se superará cuando nadie se vea obligado a servir y todos estén dispuestos a hacerlo libremente y el servicio sea entonces únicamente expresión de amor.
     En el mundo en que vivimos, el que puede pone a los demás a su servicio y, gracias a la opresión y la explotación de los otros, se siente un señor; Jesús propone lo contrario: que todos nos pongamos al servicio de los demás.
     Este es el significado de su gesto.  Jesús asume y realiza libremente la función de siervo lavando los pies a sus discípulos y, así, les reconoce la categoría de señores. Pero tal señorío no lo han alcanzado por ninguno de los medios por los que se consigue el poder en este mundo: la riqueza, la violencia o los privilegios de raza, clase social o de sangre, ni como ciertos señores han pretendido tantas veces, por la gracia de Dios; no son señores porque tengan sometidos a más o menos siervos, sino porque son los beneficiarios de mucho amor que les llega a ellos en forma de servicio libremente otorgado. Los que así han visto reconocida su plena libertad y han llegado a ser señores, deberán hacer otro tanto: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». El resultado será un mundo de iguales en el que nadie priva de libertad ni somete a servidumbre a ninguno de sus semejantes, un mundo en el que todos son señores libres porque todos reciben mucho amor y en el que todos son liberadores porque respetan y sirven libremente, por amor.
     Resumiendo:  al ofrecer amor mediante el servicio libremente otorgado, haremos que todos se puedan sentir señores; y al recibirlo, todos nos reconoceremos como hermanos.


Pedro no es un buen ejemplo

     Simón Pedro protesta, y no porque rechace ver a un hombre a los pies de otro, sino porque es el Señor el que se ha puesto a servir: «Señor, ¿tú a mí lavarme los pies?» No acepta el amor que Jesús le ofrece en forma de servicio; está dispuesto a obedecerlo, lo acepta como señor, como jefe, pero no entiende ni acepta la enseñanza contenida en aquel gesto: Jesús va a darlo todo, hasta su vida (simbolizada en el manto del que Jesús se desprende), para hacer posible que los hombres descubran que sólo se consigue la felicidad en la experiencia del amor compartido («... os dejo un ejemplo para que igual que yo he hecho con vosotros, hagáis también vosotros... ¿Lo entendéis? Pues dichosos vosotros silo cumplís»).
     Pedro, por el momento, no entendía que el servicio pudiera ser una manifestación de amor; pero estaba con Jesús, su Señor, y era un hombre leal; por eso, aunque le costó, acabó por aceptar plenamente el mensaje de Jesús y asumió con todas sus consecuencias su proyecto para este mundo y el camino para lograrlo (Jn 13,36; 21,19); pero Judas de Simón Iscariote tenía otro señor, el dinero (Jn 12,6), que pudo en él más que el amor de Jesús. El se deja lavar sin rechistar, pero tampoco acepta el amor de Jesús (véase también 13,26-27); de inmediato saldrá a encontrarse con los señores de este mundo para acordar el modo de entregarles a Jesús a sabiendas de que lo querían para llevarlo a la muerte.

Servidumbre, no: servicio

     Como vemos, Juan no cuenta los detalles de la institución de la eucaristía; prefiere reflejar el ambiente y el sentido de la misma: el que comulga con Jesús se está comprometiendo a dedicar, como él, la vida a hacer posible que los hombres sean iguales, sean libres y, mediante el amor, sean señores ¡y sean felices!
     Por eso hoy es el día del amor fraterno. Y por eso el lavatorio de los pies no puede quedarse en un rito vacío en el que se humedecen y se besan unos pies previamente lavados y perfumados; el lavatorio de los pies es -debe ser- la tarea diaria de los seguidores de Jesús.
     Este mensaje vuelve a estar, si es que alguna vez no lo estuvo, de plena actualidad. Confundir servidumbre y servicio no es infrecuente en nuestro mundo. Los seguidores de Jesús, viendo cómo lava los pies de sus discípulos, observando cómo usa su absoluta libertad para ponerse a hacer el papel de esclavo, no tenemos excusa si caemos en esa confusión. Pero además, la clarificación que supone el gesto de Jesús nos debe llevar:
     - a solidarizarnos con los sometidos de la tierra;
     - a rebelarnos contra los que pretenden someter a servidumbre a otros seres humanos;
     - a comprometernos en la construcción de una humanidad libre;
     - a ofrecer nuestro amor como servicio para hacer así señores a nuestros hermanos;
     - y a sentirnos señores del mundo en la medida en que somos objeto del amor de muchos hermanos.
     Recordar la institución de la Eucaristía debe ser, por tanto, un momento privilegiado para renovar nuestro compromiso de servicio. La Eucaristía no fue instituida para que se convirtiera en una celebración intimista; por supuesto que al celebrarla debemos encontrarnos personalmente con Jesús; pero no aislados del mundo, en la cima de una montaña, como pretendía Pedro en la transfiguración, sino caminando con nosotros, luchando con nosotros y dándose a sí mismo como alimento que nos da energía para caminar y luchar por una humanidad de personas hermanadas que, queriéndose, caminan hacia la liberación.

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